La visita que hicimos ayer fue de esas que tienen un objetivo moral y sentimental.
Todos, absolutamente todos, siempre que alguien se nos va de este mundo, sentimos la obligación de seguirlo visitando en el cementerio.
Eso hicimos ayer. Tal vez para que Yeferson hiciera la catarsis completa, o para darle el año nuevo a Gladys, porque ella sí que disfrutaba la fiesta de fin de año.
Previendo el inconveniente que podría representar volver a prender el carro, subimos hasta la parte más alta del cementerio Jardines de la Fe y luego de pelear un rato con el parqueo, dejamos el taxi de frente a la loma, para que no fuera sino soltar la emergencia para que el carro rodara y así evitábamos otro enojo de Yeferson.
Yo, como cada que voy al cementerio, me llené de tristeza, le di plata a los muchachos para que fueran a comprar flores. El único regalo que uno le lleva a los muertos, haciendo algo que tal vez no hizo en vida.
A Gladys yo la quise con el alma, la quiero con el alma. Fue la mujer de mi vida, pero nunca, desde que nos casamos, le regalé una flor, ni siquiera cogida de un matorral.
Mientras los muchachos fueron a comprar las flores, yo llegué a la cita con ella. La encontré sucia, olvidada. Llevaba casi dos meses sin ir. El trabajo y estos muchachos me estaban agobiando. Llevaba un tarrito con agua y el dulceabrigo del carro. Lentamente, mientras las lágrimas me inundaban la cara, fui limpiándole el barro y las distintas manchas de la lluvia que tenía sobre la lápida. Le di dos golpecitos y le dije, como siempre le decía “Acá estoy mi amor, no ha pasado nada”, el llanto no lo pude contener.
Es extraño que a veces, cuando nos paramos frente a una lápida, tenemos los momentos de reflexión más profundos de la vida, tal vez por temor a pronto estar bajo una de ellas o simplemente porque queremos decirle algo a quien está ahí debajo, o hacer algo que tal vez nunca hicimos con él.
Yo fui mar de lágrimas, hasta que llegaron los muchachos. Yurany, ya lo asimiló. Pero Yeferson, el muchacho, lloró todo lo que no había llorado en el funeral, ni cuando enterramos a Gladys. Le confesó su amor, le prometió cambiar, pero sobre todo, prometió recordar los últimos días junto a ella, así fuera lo más difícil que había hecho en la vida.
Creo que nunca había visto al niño tan destrozado. Es más, casi no lo paramos de la tumba, incluso tuvieron que venir unos vigilantes a sacarnos, avisándonos que ya era muy tarde y el cementerio iba a cerrar sus puertas. Así que a empujones lo tuvimos que llevar y subirlo al taxi.
Cuando ya veníamos en el camino, los muchachos se quedaron dormidos. A mi la nostalgia me invadió y tuve que parar a llorar un rato en una bahía de la autopista; ellos se despertaron y yo fingí estar varado, pese a que no me había bajado del carro. Hubo silencio, nadie dijo nada, después de unos minutos, volví a arrancar. Tal vez esas lágrimas que derramamos en todo el día, fueron la mejor forma de limpiarnos el alma.