Capítulo Dieciocho: El hijo pródigo

Hoy salí por la mañana a trabajar, el trabajo estuvo muy bueno, me movieron de un lado para el otro.

Primero una muchacha toda bonita que iba de afán, como todas las muchachas bonitas que piden un taxi a las seis de la mañana para que les sirva de baño y así terminar de maquillarse, peinarse y hasta organizarse el escote. La carrera fue una cosa que no pasó de los seis mil pesos, íbamos desde Manrique hasta el centro y según le entendí a la muchacha, tenía que entregar un informe en una reunión. Eso sí, no sé a quién se le ocurre poner una reunión a las seis de la mañana.

Después, ahí en el centro recogí a un muchacho que iba para Laureles todo encorbatado y perfumado. Como que llevaba tres meses buscando trabajo desde que se graduó y esta era la tercera entrevista que iba a hacer en la semana.

Me di cuenta ahí, que para todos la situación está muy dura. Los muchachos se matan estudiando en la universidad y difícilmente encuentran un trabajo, los que no estudian, como el Yeferson, peor aún. Y entonces, yo viendo a ese muchacho, veía a mi hijo tirado en la cama y pensando qué hacer. ¿Será que le doy trabajo yo? Será que pongo a Yeferson a manejar el carro, a ver si así se gana una platica para que no tenga que robárseme las cosas que no son mías ni siquiera. No sé. Todo eso lo pensé en ese taco de la treinta y tres por la mañana. Casi que no llegamos por allá por la Nutibara, ya que el muchacho era como periodista y tenía entrevista en uno de esos periódicos que queda por ahí.

Después de ahí de la Nutibara terminé subiendo a El Poblado y por allá me dejaron rodando un rato de la mañana. Hasta que al medio día me quise ir para la casa, porque como había trabajado por la noche como hasta las dos y había madrugado a las seis de la mañana, ya era hora de descansar un ratico y comer un poco.

La cosa fue que en el camino, cuando iba subiendo para la casa, vi una figura flacuchenta, con pantalones caídos y caminando como agüevado. Le pité y le dije que viniera.

Se acercó a la ventanilla del copiloto.

-Yéferson, mijo ¿Dónde estaba?- le pregunté.

-Después le cuento, pá- me respondió y se subió al carro.

Se hizo un silencio y arranqué. Empecé a subir la loma para llegar a la casa.

-Tengo hambre, pá- me dijo.

A mí se me achocolataron los ojos, quién sabe hace cuánto no comía mi muchacho. Llegamos a la casa y La Costrica estaba haciendo el almuerzo. Esa sí cogió a cantaleta al Yéferson y él, como buen hijo de Gladys, se metió en la pieza y luego a bañar.

Yo hablé con esa muchacha y le dije que se calmara, que no queríamos que se fuera sin apenas llegar. Que mejor le sirviera comida. Así hizo y apenas el muchacho salió del baño, encontró comida calientica en la mesa. Esperemos que nos cuente para dónde había pegado.