Despedida

Foto: Istvan Szimhar

A un fantasma. 

Sabían que se iban y el adiós decidieron dárselo con los dedos en la entrepierna desbordándose de placer. Así, como alguna vez lo habían escrito juntos, así como lo pedía el frío que hacía esa noche.

Conversaron con el ruido de la televisión de fondo, con la ropa pegada por el calor de los orgasmos, con los ojos adormecidos por el cansancio del día, con la boca seca por la noche sin beber.

Hicieron un recorrido por lo que habían vivido juntos durante esos años, recordaron las promesas, los sustos y abrazos. Aunque el corazón les palpitaba cada vez más rápido, con la decimoprimera campanada del reloj llegó el adiós.

Ella lo acompañó al carro y le pidió que fuera a decirle adiós antes de subirse al avión. Él, muerto de miedo, dijo que no.

Inventó un mundo mágico y paralelo para encontrar una excusa que justificara su ausencia, solo para decirle que tenía miedo a despedirse, a olvidar su rostro como un marinero olvida el camino por el que partió.

La besó, en silencio y con lágrimas en los ojos. La besó como si fuera la última vez, seguro de que era la última vez.

Él agarró el carro, lo encendió con furia y se marchó. Se marchó con la culpa de su cobardía y el dolor de no dar un abrazo para decir adiós.

Subió lomas, apagó luces, sintió el frío, dejó atrás la ciudad y esa noche no volvió.

Lo despertó el ruido del timbre de información anunciando el abordaje de un próximo avión. Y aunque la incomodidad del lugar donde había decidido dormir, el trasnocho y la tristeza que causaba el adiós le dejaron marcas en la piel, había una marca que nunca se le iba a borrar del corazón: su incapacidad para afrontar las despedidas.

Desayunó en la panadería del aeropuerto, compró un libro y se sentó mirando hacia el parqueadero.

Pasaron cinco horas y un libro de cuatrocientas páginas cuando vio el carro de la familia de ella cruzar por la puerta del parqueadero.

Sintió cómo los nervios le inundaron el cuerpo, las mariposas alzaron vuelo en el jardín y atizaron el fuego en su estómago. Se escondió y la vio pasar. Llevaba una tristeza en la maleta, se le veía en el rostro. Los ojos estaban hinchados por el peso de las lágrimas, el andar lento por las maletas, el abrazo sin profundidad aunque quería sumergirse en un pecho y ponerse a llorar.

La acompañó a la espalda, como si fuera un cortejo fúnebre. Sabía que era el entierro en el aire de un amor nunca dicho. Quería decirle que la amaba y que no se fuera, pero no quería que por eso ella resignara sus sueños a miles de kilómetros, menos cinco minutos antes de irse. Por eso siguió silencioso y la miró en la distancia.

La vio despedirse con abrazos y besos de su familia, la vio agarrar su maleta con las pocas fuerzas que le quedaban, la vio perderse en la infinidad del pasillo y cruzar la puerta de control.

Quiso correr y parecía estar clavado al piso. Se quedó donde estaba y se fue en el carro a esperar a que el avión despegara.

Fue así como entre lágrimas y maldiciones le dijo adiós, fue así como volvió la cobardía a ganarle un pulso a su corazón.