El primer café

Foto: Tumblr

Para muchos el primer café es sinónimo de infancia, de recuerdos, para otros de personas y momentos. Para Juan, el vivo aroma de ella.

Todos los días, a las tres treinta y tres de la tarde, ella dejaba su bolso en la entrada a la biblioteca, tomaba el ficho de su casillero y empezaba recorrer una a una las estanterías. Juan la miraba y la seguía en la distancia con un libro en la mano.

Había notado la rutina de ella, su misteriosa chica, en tres oportunidades que había ido a la biblioteca a leer un poco para hacer caminos creativos para su nuevo libro. Lo sorprendió la puntualidad, lo sorprendió que siempre se metía en la estantería de ficción, para ser más exactos, en la estantería de misterio.

Y con el mismo misterio de esos libros, Juan se le acercó cuando ella ya estaba sentada en un mueble leyendo algo de Stephen King. Le sonrió y se encontró una sonrisa de vuelta.

Conversaron.

Hablaron de libros y poemas, de promesas y tristezas, hablaron y se olvidaron de los libros, hablaron y se hicieron suspiro.

La invitó a un café.

Bajaron juntos las escaleras de la biblioteca, reclamaron sus bolsos en la puerta y caminaron por la misma acera hasta llegar al café de la esquina.

Pidieron un cappuccino y un espresso. Conversaron. Fue ahí donde él notó lo dulce de su aroma, lo penetrante que podía ser sentirla. Compartieron más tiempo. Eran las cuatro cuarenta y cuatro. Se miraron a los ojos, se sonrieron.

Luego de un rato más, se despidieron. Quedaron de volver a verse. De repetir el momento.

El momento quedó en la memoria de él porque fue el primer café que se tomó solo, pero acompañado. Porque cuando fue a pagar, se dio cuenta de que todo lo que había vivido, lo había soñado. El cappuccino, que era para ella, estaba aún servido sobre la mesa.