María había aprendido a leer, escribir, sumar y restar porque mamá le había dicho que si lo hacía, el niño dios, ese que nace cada veinticinco de diciembre en un pesebre, le traería un regalo, porque se había portado bien.
Tenía seis años y ya iba para segundo de primaria. Además en febrero del año siguiente cumpliría siete y podría sacar la tarjeta de identidad.
Como era tradición en Granada, María el dieciséis de diciembre, luego de haber armado el pesebre con su mamá, escribió la carta para que ese niño dios que le habían insistido en que traía regalos y que era la esperanza de niños y niñas como ella, que muchas veces se acostaban con el estómago vacío y que en invierno sufrían las inclemencias de la lluvia y el frío que se llevaban o derrumbaban el techo de plástico de sus casas, le trajera los suyos.
Además de eso, también le hizo una a Santa Claus así no creyera en él, pero como en las películas decían, ella decidió hacerlo, para que si no era uno, fuera el otro quien se enterara lo bien que se había portado durante el año. Apenas las terminó las puso en el árbol de navidad dónde se supone ambos vendrían a recogerlas en la noche, mientras dormía.
Así, a la par de los días, María hacía la novena para la venida del niño dios, donde rezaba profundamente, cerraba los ojos con cada bendición que se echaba y cada gozo que cantaba lo hacía con tanto fervor, para conseguir los patines y la muñeca que siempre quiso, porque tal vez éste año sí podría llegar el regalo que venía esperando desde que se acordaba.
El veintiuno de diciembre, al despertar, María hizo lo que había hecho los días anteriores desde el dieciséis, mirar si ya se habían llevado sus cartas. Ese día, ocurrió, ya no estaban y la alegría de ver que su carta sería respondida con un regalo, que el niño dios y santa, se iban a enterar lo bien que se había portado, no fue de esperar, la sonrisa en la boca, los ojos brillantes. Esta vez, su carta no se pondría amarilla con el árbol y no tendría que conservar la esperanza hasta el 6 de enero que llegan los reyes, no.
Para el veinticuatro de diciembre, hizo el noveno día de la novena con sus amiguitos, la ansiedad que tenía era inmensa, su cuerpo sentía mariposas de solo imaginarse cómo sería el primer regalo traído por el niño dios y como no tenía ropa para estrenar, como si la tenían otros niños de la ciudad, de otros barrios, María se puso su mejor vestido, el que usaba cuando iba a misa o a visitar a la abuela y lustró sus zapatos para que brillaran tanto que la gente pensaría que eran nuevos.
Cuando ya el reloj marcó las diez de la noche, María se fue a dormir, su madre le había dicho que si no dormía, el niño dios no le traería nada, asi que se puso el pijama y cuando menos pensó ya estaba soñando.
Las doce de la noche llegaron, mientras la iglesia daba las campanadas y en otros hogares el niño dios ya entraba dejando los regalos bajo las almohadas, María seguía durmiendo. La algarabía se escuchaba en las calles, la pólvora sonaba en el cielo y la niña aún no se sentía despertar.
A eso de la una de la mañana, un golpe hizo que se despertara, el aliento a licor se le metió por entre la nariz y la imagen de su padre sobre ella, dando tumbos, tratando de incorporarse, la atormentaron; igual, aun con la esperanza de encontrar algo, María levantó la almohada y si, ahí estaba, ese regalo que tal vez le rompió el corazón, era una tarjeta, escrita en una hoja rayada de cuaderno y que decía: Hija, éste año no pude comprarte el regalo de navidad, pero si el año entrante te portas bien te traeré lo que siempre has querido, te quiere. El niño dios.
Fue ahí, en ese momento, cuando María perdió su ilusión, el niño dios no le trajo nada y se había gastado todo el dinero en licor.