Era un viernes, llovía muy duro, no recuerdo si era el 2007 o el 2008. Yo siempre he vivido en La Estrella a las afueras de Medellín.
Ese viernes lanzaban el disco «Cinema Jhonie» de Jhonie all stars. Había que ir de mi casa a El Poblado. No habían sino diez mil pesos.
Yo tenía una novia, no teníamos nunca plata para nada, pero había que ir a ese lanzamiento así fuera sólo a saludar.
El lanzamiento era en La Octava. Allá llegamos, íbamos ella, otro amigo y yo. Allá estaban mis amigos e iba otra amiga de ella.
Llegamos en medio del aguacero, saludamos a la banda y parchamos un rato. De los diez mil nos habíamos gastado tres mil en pasajes.
Eran las siete y cuarto de la noche, el plan era emborracharse ahí. No había forma, tomamos la decisión de irnos para estar cerca de casa.
Cuando nos estábamos yendo, La Mona, que conoce mis gustos, me dijo que tenía boletas para ir a ver a Los Prisioneros en Palmahía.
Yo sabía que no eran Los Prisioneros, pero como buen fanático de Jprge González, me brillaron los ojos. Le conté a ella y aceptó disgustada.
Ella no quería a mis amigos. Sólo a uno. Entonces recibir un regalo de ellos le hería el ego y le tumbaba el orgullo.
Le dije a La Mona que sí y ahí apareció El Cantante, hoy esposo de la mona, que me entregó dos boletas con el compromiso de que fuéramos.
Era ver a Jorge González, que para mi es como Cerati para ustedes. No iba a faltar. Miramos los bolsillos, sólo habían 7 mil pesos.
La sorpresa fue al ver que las dos boletas eran en realidad dos pases dobles. Teníamos que irnos a pie desde La Octava hasta Palmahía.
Miramos el reloj, eran las 7:30. En la boleta decía que el concierto era a las 8:30. Hice cuentas de tiempo, me podría ir en bus a casa.
Caminamos en el aguacero, mojados hasta el carajo, a eso de las 8:30 llegamos a Palmahía. Entramos, estaba vacío.
Con una vasta experiencia en conciertos afirmé que en una hora empezaría. En la entrada nos tiraron confetti, nos dieron champaña.
Era el segundo aniversario de Palmahía. Buscamos un lugar cerca a la tarima, nos sentamos y esperamos. Nos dieron poncho y sombrero.
Pasaron dos minutos y una chica se nos acercó a la mesa y nos preguntó si íbamos a pedir algo. Le dijimos que no. Ella se disculpó.
Nos dijo que en las mesas el consumo mínimo era de una media. Yo, que en esa época tomaba sabía que una media valía siete mil quinientos.
Entre los tres que estábamos, podíamos comprar una. Pero no, la inocencia era mucha. La chica nos dijo que la media valía cuarenta mil.
No nos pudimos quedar en la mesa. Nos pusieron en un riconcito con sillas de bar. Más cerquita y más alto.
El dato es que de los tres yo era el que más plata tenía. Esos siete mil pesos eran nuestra salvación. Las horas pasaron.
La fiesta pasaba de Merengue a chucu-chucu en dos segundos. Hasta el himno de Colombia sonó. Ni nos dimos cuenta de la hora.
Miramos el reloj, eran las 11:30 y este man no se montaba. El servicio de buses acá en ese tiempo era hasta las once en todos lados.
La fiesta se ponía sabrosa. Bailarinas, Pastor López, himno antioqueño. Y Jorge González nada. La gente ya estaba muy borracha y gritaba mucho.
El grito al unísono era: Prisioneros, Prisioneros. Yo, con esa pedantería que a veces me caracteriza dije: que engañados están.
Mi novia me miraba feo. Se iba enojando. Jorge González se subió a la tarima a las 12:10 de la noche. Lo primero que dijo fue: «Si ustedes creen que esto son Los Prisioneros, los engañaron. Yo soy Jorge González y esto son Los Updates.»
Si señores, Los Updates tocaron sus dos EP’s. De Los Prisioneros cantaron como seis canciones. Sexo, El baile de los que sobran, Paramar.
Me las canté toditas. Tanto lo de Los Updates como lo de Los Prisioneros.
Yo en mi felicidad de ver a Jorge González, giré mi cabeza, a mi lado había un demonio echando chispas y mirando feo.
Jorge González se bajó de la tarima a las casi dos de la mañana. Ella ahí mismo se puso seria y me dijo, vamos ya. Yo accedí.
Yo me fui a despedir de La Mona, La Negra y El Cantante. Esa mujer ni me dejó dar las gracias. Yo estaba muy feliz. Tenía siete mil pesos.
Afuera esa mujer se convirtió. Me dijo que en qué nos íbamos y yo le dije que en Taxi.
Le dije Que llamara a la casa y le decía a la mamá que pagara el taxi, que yo me iba con los siete mil hasta donde marcara y de ahí caminaba.
Ella me dijo que no iba a despertar a la mamá para eso ni le iba a decir al papá que fuera por ella, que mirara la hora. Me quitó los 7.000.
Ella vivía en Envigado. Un taxi de ahi a su casa marcaba cinco mil. De Palmahía a la mía valía como diez mil.
En fin, paró un taxi y se montó. Se iba a ir y le dije: llevame al menos hasta el parque de Envigado. Aceptó.
El ambiente en ese taxi nunca lo he sentido más en mi vida. Ha sido de las peores sensaciones de mi vida.
En el Parque de Envigado me bajé. Eran las dos de la mañana. Ahí, sin saber que hacer, empecé a caminar.
Llegué a mi casa a las cuatro y media de la mañana, cansado, enojado, triste, decepcionado, pero muy Feliz.
Dormí, al otro día ella me vació, me dijo hasta de qué me iba a morir. Me dijo descarado y más vainas. Esa relación no se recuperó de eso.
Ese día aparte del regaño de esa mujer, mi mamá dijo, enojada, la frase que puede titular esta historia: «Juan Sebastián, una cosa es el amor y otra cosa es la güevonada».
Yo, con siete mil pesos vi a mi ídolo de la vida y me tiré una relación de dos años. Acá seguimos.