La mujer rota

Foto: Favim.com

La última vez que le hicieron pedazos el corazón decidió dejarlo ahí sin preocuparse por la reconstrucción, queriendo irse lejos y sin que la persiguieran ni el amor que había atesorado por tanto tiempo, ni el dolor que le causaba una nueva decepción.

Se había cansado de romperse en cada momento. Que cada final significara perder algo más profundo que alguien que la acompañara a caminar por las calles de una ciudad gris en la que cada vez se hacía más difícil respirar. Y así, asfixiada por las lágrimas y por la polución, se sentó a esperar a que dejara de doler.

Pero el dolor, profundísimo, no se fue. Veía a las parejas besarse ante ella y lloraba, cada lágrima era un salto al vacío que mataba algo más que una gota salada, también llevaba con ella la esperanza y el silencio de querer, entender y disfrutar los logros y fracasos de otra persona.

Ni hablar de cuando los veía entrelazar las manos, se miraba las suyas y las unía con los dedos acariciándose las falanges y sintiendo cómo los poros de la piel se le erizaban al borde de la explosión. Las lágrimas volvían a brotar.

Empezó a odiar la lluvia porque hacía que las parejas se abrazaran. Empezó a odiar el sol porque los hacía desearse. Odiaba los vasos de jugo de un litro que vendían en el centro porque por un solo pitillo se besaban con sabores a maracuyá, mango, mandarina y mora. Odiaba al señor de la baba de caracol porque con su producto hacía que la juventud les durara más y así, el amor no se desgastara en arrugas. Odiaba todo lo que le significara la felicidad que ella no podía alcanzar.

Dejó su vida normal, dejó de escribir y de cantar a los gritos mientras iba en los buses. Olvidó las guitarras que había comprado para cantar en las fogatas, es más, olvidó calentarse en las fogatas.

Empezaron a llamarla “La loca de la soledad”. No comía y no hablaba, pero la belleza no se le perdía entre el mugre de la calle. Sus ojos seguían brillando, las lágrimas los hacía sobresalir aún más. La gente la saludaba pero era más como una estatua sentada. Algunos de los artistas que se ganaban el sustento haciendo retratos, empezaron a dibujarla en los días que no había mucho trabajo. Los fotógrafos se detenían a encontrar el ángulo que reflejara la profundidad de su tristeza. Algunos le cantaban, los raperos empezaron a dedicarle versos en los buses que llegaban a los barrios populares. Poco a poco se fue convirtiendo en un emblema de la ciudad, el voz a voz la convirtió en una pieza de museo.

Empezó a ser destino turístico, como las estatuas de los parques, la gente iba a verla. Ella lloraba y sentía como la ausencia de su corazón le empezaba a llenar el cuerpo. Palideció.

Hasta la noche en la que apareció el escultor: un hombre que quiso hacerle una estatua de verdad para que ella descansara, para que volviera a sonreír.

-Quiero dejarte ahí para siempre- le dijo.

Ella lo miró y lloró de nuevo. Las luces amarillas le resaltaron los rasgos.
-Tengo algo para entregarte- volvió a decirle. Y metió la mano en su bolso- Eres hermosa y por eso, sabía que te faltaba algo. Aquí está.
Sacó un corazón de cerámica del bolso, unido por pedazos como sólo un gran restaurador podría hacerlo.
Ella sonrió. Lo recibió entre sus manos.

-Gracias- respondió.

Esa noche, con las luces amarillas, La loca de la soledad se volvió a parar de ese lugar. Cantó con fuerza, volvió a amar. El Escultor la tomó de la mano, la llevó a su casa, la hizo estatua, le reconstruyó la vida, la amó para siempre.