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Habían concertado dejarse, así como se deja un pantalón en la basura para que alguien lo agarre y lo siga usando, doblado, con cuidado, alejado de los residuos orgánicos y recién lavado para que nadie lo rechace. Ya no tenían nada más qué hacer por eso que alguna vez llamaron relación y aunque se amaban con lo más profundo de su ser, sintieron que no podían dar más.
Todo empezó a venirse abajo cuando entre el bullicio buscaron algún silencio en otros cuerpos que fuera capaz de entenderlos, que supiera que sus suspiros no siempre eran de amor y entendiera que si las mariposas morían, no era por falta de ganas, sino porque hasta las mariposas se cansan de ser libres y no encuentran otra manera de decir que están cansadas, que dejándose caer con fuerza.
Cocinaron por última vez, como siempre lo habían hecho. Dejando el corazón en cada preparación, susurrándose cosas al oído que finalmente detonaban en un salvaje encuentro en la cama, pero que esta vez los llevaría a abrazarse en lágrimas y sonreírse resignados. Esta vez no habría grandes manjares, no habría vajilla que lavar, cada plato que se terminaba, se convertía en pedazos, pues lo dejaban caer al suelo para que se rompiera todo allí, menos los corazones de ambos.
Las cortinas las hicieron pedazos a cortes de tijera, los closets sufrieron las patadas del rencor que se guardaban y las agresiones que nunca se hicieron por el respeto que se tenían. La ropa fue empacada poco a poco en bolsos, la colección de copas de cristal fue dividida en una mitad exacta. La nevera se dejó abierta para que el hielo se rompiera en honor de la cantidad de noches en que no sabían qué decirse para reconciliar irreconciliables.
Cada camisa, pantalón o par de zapatos que se regalaron terminó hecho hilachas, no querían dejar rastro del uno en la vida del otro. No importaban ni la seda fina, ni el cuero crudo, todo terminó hecho pedazos. Querían destruirlo todo, menos sus cuerpos.
No se agredieron, se besaron, se encontraron en las líneas de un libro, se suspiraron, se lloraron. Acomodaron muy bien los muebles, rompieron los portarretratos. Escogieron las fotos que querían y las cortaron para separarse y seguir adelante.
Cuando sintieron que ya no podían hacer más por esa situación, abrieron el gas, se tomaron de la mano, prendieron un fósforo y salieron caminando a ver cómo lo que alguna vez los había unido, hoy se incendiaba para convertirse en cenizas que nunca más se encenderían.
Sacaron los celulares, se tomaron la última selfie juntos, con las llamas en la espalda, con las ganas de no volverse a ver en el corazón. Sabían que serían tristeza de días y alegría del pasado, sabían que aunque más lo quisieran, entre sus manos no habría nada que los volviera a unir, sabían que las ventanas significarían nuevos horizontes donde ninguno de los dos se verían.
Se dijeron adiós entre suspiros de resignación, entendiéndose. Tomaron caminos distintos mientras la casa ardía, también les ardió el corazón, el fuego que sentían al verse desde hacía mucho tiempo había dejado de brillar. Por eso, para terminarlo todo, se eliminaron de los contactos del celular.