Habíamos acordado un lugar común, central, entre su ciudad y la mía. Habíamos acordado un lugar frío, donde su piel se erizara al máximo y yo pudiera arroparla con mi calor. Habíamos acordado un beso que nos moviera todo y nos erizara los poros cuando hubiéramos vencido al frío.
Eran seiscientos kilómetros los que nos separaban, eran un par de computadores, un par de celulares y un par de webcams lo que nos unían cada noche.
Nos deseábamos. Desde hacía cuatro años nos deseábamos. Queríamos saciarnos la sed, recorrernos con los labios, atragantarnos de placer.
Luego de mucho meditarlo y definirlo, ella me había escrito una carta donde dejaba a mi criterio el encontrarnos en un lugar en medio de nuestras dos ciudades, a trescientos kilómetros, donde el frío fuera inconveniente y conveniente al mismo tiempo.
Acepté.
Empaqué un par de mudas de ropa, el inhalador, los pañuelos y las ganas. Ella empacó su sonrisa, su mirada y su acento que tanto me gustaba.
Serían cinco horas de viaje hasta Cafetales, la ciudad que habíamos escogido por la altura, por los nevados, por los cafetos. El encuentro sería en un hotel lujoso donde nos perderíamos entre las mieles del deseo y los cuerpos sudorosos.
En la terminal el bullicio se metía por entre los audífonos, yo escuchaba algo de hardcore, ella algo más romanticón. Compré arepas para darle y ella queso pera para consentirme.
Nos encontramos a las 6 de la tarde en una fría ciudad, gris por las nubes, pero mi favorita porque estaba ella. Nos encontramos en sonrisas, en un taxi, en un beso.
Hicimos el check in en el hotel, no dejamos que el botones nos llevara las maletas. Apenas cruzamos la puerta, el beso fue profundo. Yo le mordí los labios, la cargué en mis brazos, le quité la ropa, la lamí completa.
Ella no sabía qué hacer, se retorcía de placer. Mi lengua tocaba cada uno de esos puntos que ella me había descrito en las noches que pasábamos frente a una cámara desnudándonos en palabras y prometiéndonos lo que nos haríamos si nos llegábamos a ver.
La recorrí con mis dedos, la desnudé con fuerza, con rabia por haber tenido que esperar tanto para verla otra vez. Ella gemía fuerte, suspiraba, sentía que el aire se le iba. Yo también.
Me quité la ropa rapidamente, le recorrí las curvas de su cuerpo, surqué sus montes con mis labios, con mis dientes, con mi lengua, mojé mis dedos con su placer.
La sentí mía y la sentí libre. La sentí fuego, la sentí humedad. Fue placer y fue sincero, fue lo más cercano a amar.
Mi lengua la mojó desde el cuello hasta las piernas, le lamí el silencio, los pecados y las dudas. Sentí sus jugos entre mis manos, entre mi boca, sentí sus jugos corriendo sobre mí.
Me besó sincera, me besó sonriente, me besó el pecho, el miedo y el placer. Fuimos uno en el cielo y en el infierno. Unimos el vientre entre tanto invierno e hicimos que el frío no quisiera volver.
Pasamos tres días mojando las sábanas, sin saber qué había a nuestro alrededor. Vimos fútbol, películas, porno, vimos las estrellas y el fuego a la vez. Recibimos quejas, recibimos alarmas e hicimos con ellas brotar al placer.
Nos despedimos luego de tres días, de frío, de amores, de orgasmo y pasión. Prometimos vernos de nuevo en el medio, en una ciudad que despertara lo que ambos sentimos, lo que nos decimos en las noches, cuando solo nos une un computador.