Los unió el amor por un mismo club, los colores, la misma tribuna, la misma fila, la misma pasión.
Llevaban muchos años viéndose en la distancia, en el silencio, disfrutando de cada gambeta que ocurría en el campo de juego, mojándose bajo el agua, alentando a su pasión.
Dejaban la garganta en cada juego, el sudor y la ilusión. Dejaban sus familias y compromisos, dejaban todo por ir a alentar.
La primera noche que estuvieron juntos fue inolvidable. Jugaba el Primavera Fútbol Club contra un equipo del sur del continente, era la Copa de los Libertadores, la que anhelaban volver a ganar.
El estadio estaba a reventar, ni qué hablar de la popular que pisaban cada tres días. Se miraron, se reconocieron, se sonrieron, se dijeron hola, saltaron con la salida, lanzaron rollos, ondearon banderas, él se quitó la camisa y ella le observó los tatuajes. Lo contempló toda la noche y anheló un gol.
Se sumieron en la sinceridad de un abrazo de gol, se llenaron de euforia, de pasión, de ilusión.
El Primavera esa noche ganó, goleó, gustó. Se despidieron con otra sonrisa, entre dientes se dijeron adiós.
Las cábalas no se revelan y ellos dos lo sabían, pero cada uno se convirtió en cábala del otro. Encontraron en estar juntos la forma de llevar al Primavera a ser campeón.
Cada que estuvieron juntos en la misma fila, en la misma tribuna, en el mismo estadio, el Primavera ganó. Fue así como se pidieron formas de contactarse: correos electrónicos, cuentas en redes sociales, teléfonos, hasta dirección de la casa.
Empezaron a viajar juntos detrás de su pasión. El Primavera se hizo invencible en cada estadio que visitaba, pero era porque ellos lo siguieron donde jugó.
Y aunque viajaron mucho, se dedicaron canciones, conversaron noches enteras, se dieron desayunos con cruasán, durmieron juntos en aviones y buses, cantaron juntos la misma canción, nunca en la vida se dijeron lo que sentían, nunca en la vida se confesaron amor.
Su amor era el Primavera, su amor era la tribuna, la bola rodando en el campo, la ilusión; y aunque ambos se miraban en silencio, el beso solo llegó cuando el club salió campeón.
Fueron muchos los abrazos que se dieron y mucha la lluvia que los mojó, muchos fueron los kilómetros recorridos, muchas las noches que la sintió.
Eran las siete de la noche, ella estaba ahí, sentada en la misma fila, con el celular en la mano. Él llegó tarde, silencioso, cubriéndose del frío con una chompa con los colores del Primavera. Ella lo miró, él la miró. Ese era el momento, era perfecto. El Primavera se iba a jugar la final que cambiaría su historia, él quería que su historia cambiara junto a ella.
La miró a los ojos, a esos cafés ojos, ella sonrió. Él sonrió en silencio, la miró, cerró los ojos, estiró los labios, ella lo sintió.
Ambos cerraron los ojos y no se tocaron, ella tiró un beso al viento y él lo recibió. Fue esa su táctica esa noche, guardando distancia, muriendo de nervios, de ansiedad.
Llegó el primer gol.
Se abrazaron en silencio, se miraron, los corazones les palpitaron. El club estaba más cerca y ellos sabían que podía ser su momento. Anhelaron un segundo gol.
La lluvia empezó a caerles, él la vio mojada, con la sonrisa a viva voz, con ganas de seguir alentando, le tomó la mano y luego lo atesoró. El segundo gol llegó.
El Primavera salió campeón y ellos, ellos en silencio, en medio de la celebración, unieron sus labios como lo anhelaban desde las noches en que se leían, en que se dedicaban canciones, en que compartían desayunos. Como lo anhelaban desde que empezaron a viajar juntos, en que se encontraron en la tribuna por primera vez, como lo anhelaban desde el momento en que se convirtieron en cábala, en sonrisa, en alegría, en pasión.