La primera noche que pasaron juntos tenían entre ellos un poco más de seis kilómetros que los separaban, una sábana, una red wifi y la sonrisa de ella.
El frío congelaba todos los silencios que transcurrían entre lo que cada uno escribía y el momento en el que Whatsapp les decía que el otro estaba escribiendo. En ese momento, ante la incertidumbre de que uno de los dos no respondiera, los poros se erizaban, los huesos dolían, la sonrisa desaparecía.
Llovía afuera a cántaros, llovía en sus corazones, entre sus piernas. La humedad la respiraban, la sentían, caliente o fría, pero la sentían. La media noche había pasado hacía un rato y la oscuridad los inundaba, solo era interrumpida por una luz encendida cada dos o tres minutos. Para ver si ya había respondido, para ver si ya había llegado una notificación, o hasta para mirar la hora y decirse que al otro día tenían que madrugar.
Y aunque importara el trasnocho, no importaba. Porque entre cada silencio y cada hueso helado, había un sentimiento, un sentimiento mutuo, un suspiro.
-Venga le digo – dijo él.
-Venga usted – respondió ella.
-¿Y qué me da? – preguntó él.
-No sé, venga y ahí vemos- dijo ella.
-¿Apartamento 707?- preguntó él.
-Sí- respondió ella.
El silencio volvió a llenarla de incertidumbre, volvió a congelarle los huesos. Pasaron cuatro minutos.
-¿Estás?- le escribió ella.
No hubo respuesta. Pasaron tres minutos.
-¿Qué te hiciste?- volvió a preguntar ella.
En el carro de él, el celular alumbraba y sonaba cada que ella le escribía. Él suponía que era ella, pero no podía responderle. Tomó la autopista a toda velocidad y en un punto, giró a la derecha y empezó a subir la loma que llevaba a la urbanización que ella le había dicho.
-Ya estoy aquí, ¿Sí me dejan entrar? – preguntó él cuando encontró el edificio.
-¿Aquí, dónde?- preguntó ella.
Él agarró su celular con las dos manos, tomó una foto a la puerta de la urbanización y se la envió.
Cuando abrió la foto, ella se sonrojó, sonrió, no sintió frío.
-Claro que te dejo entrar- respondió.
Parqueó el carro en el lugar de los visitantes. Estaba en pantaloneta, con zapatos y una chompa que trataba de cubrirle el frío, pero la verdad es que se le metía por entre las piernas y lo estremecía.
Siete pisos, los siete pisos más largos de su vida, sentía como si el ascensor se hubiera detenido y no quisiera seguir subiendo.
Giró a su izquierda y no encontró el número que buscaba, giró y se encontró con su cabello negro con algunos rayos rubios, con su blusa blanca, con su pantalón de pijama, con un abrazo que le estremeció el cuerpo, le dio escalofríos y le aceleró el corazón. Se sumergió en sus hombros, le besó el cuello, la hizo erizar.
-No creí que vinieras- le dijo ella.
-Yo tampoco- respondió él – pero aquí estoy.
Lo invitó a entrar, le sonrió, le ofreció un café, pero él lo rechazó.
-¿Dónde vamos a dormir? – preguntó él.
-En mi cuarto, tu de para arriba y yo de para abajo- dijo ella.
-¡Nos vamos a oler la pecueca!- agregó él.
Ella soltó una carcajada a medias, porque recordó que había gente durmiendo. Lo metió rápido a su habitación, y con una sonrisa nerviosa, cerró la puerta del cuarto. Se volteó, lo miró a los ojos. Él ya se estaba quitando la chompa, los zapatos y sacando del bolsillo las llaves del carro, de la casa, los pañuelos.
Se metieron bajo las cobijas, se sintieron los pies fríos, las manos heladas, se abrazaron, se sonrieron, se miraron. El silencio dejó de enfriarles el cuerpo y se convirtió en una calurosa compañía, porque ya no tenían la incertidumbre de una aplicación diciéndoles que tenían que esperar a que el otro dijera algo, porque ya no esperaban que lo dijera, ya simplemente esperaban la caricia, el suspiro, el beso, el sueño.