Infinito

Gif: Guy Trefler

-Me gustan las galletas con café- le había dicho ella el primer día que hablaron por Whatsapp. Se habían conocido en la virtualidad de alguna red social y quisieron más privacidad, no efímera como la de Snapchat, duradera. Por eso se habían pedido los números de celular para hablar por Whatsapp.

Se contaron qué los hacía sonreír y qué los hacía suspirar, cuáles eran sus comidas favoritas, sus silencios más incómodos y los que más disfrutaban. Hasta fueron silencios para disfrutar, de esos en los que esperas a que la infinidad traiga de vuelta una vibración en el bolsillo. Porque ahora vibran más los bolsillos que los labios y las piernas.

Dejaban en cada letra el amor y se arreglaron el humor en un par de ocasiones. Las pantallas les alumbraron varias veces la oscuridad de la habitación y hasta fueron ojeras en la madrugada del día siguiente.

Hablaban e intercambiaban fotos: de lo que comían, de dónde estaban, de los cielos azules y las sonrisas sin fín. Se hacían compañía en la distancia.

-Mi restaurante favorito es Nino e Pastino- dijo ella alguna vez y desde ese momento él empezó a ir todas las tardes de todos los días a sentarse allí. Con su libreta en la mano, sus deseos de verla y un montón de historias por contar, pedía una limonada de hierbabuena con alguna focaccia y luego se sentaba a esperar.

Esperaba que ella llegara con el hombre de su vida y le entregara al menos diez segundos de su compañía. Esperaba que le sonriera en la distancia aunque fuera.

-Veámonos- le había dicho él.

-¿Hoy? Estoy muy ocupada- respondió ella.

-No, hoy no. Cuando puedas- insistió él.

-Dale, yo te aviso- respondió ella.

El olvido les fue llegando y lo que antes eran conversaciones de horas y horas, se convirtió en una relación de sólo saludos. Tal vez porque ella no quería ser intensa y porque él quería que ella tuviera iniciativa. De pronto, también él no se quería ver tan insistente con eso de tenerla cerca, darle un abrazo o besarle los labios. Sí, quería besarle los labios. Dejar de ser un emoji en la pantalla y convertirse en algo que se pudiera tocar.

La noche que todo cambió, fue por eso que él siempre anheló: iniciativa de ella. Le dijo que se vieran, que le hacía falta, que quería conocerlo, que esperaba abrazarlo. Él aceptó y empezó a planear todo lo que podía pasar.

Esa noche no durmió de tanto escribirla, le dijo que se vieran en el restaurante que a ella tanto le gustaba y que para él era casi su oficina.

Llegó puntual, las ojeras esperaba quitarlas con alegría. Se sentó, ya las meseras lo conocían. Le preguntaron que si le servían lo mismo de siempre. Él negó y dijo que esperaba a alguien.

Pasaron dos, tres, cuatro horas. Ella no llegó. Tampoco le escribió que no iría. Él agarró el celular para ver si le respondía, le preguntó dónde estaba, si llegaría, pero los chulos azules nunca aparecieron para darle color a esa gris conversación.

Insistió en esperarla porque tenía fe en que llegara. Miró de nuevo la conversación para cerciorarse de que no había leído mal.

Cuando fueron a cerrar, se paró resignado, dejó propina. Con la boca seca salió a caminar de nuevo hasta llegar a casa. La respuesta nunca llegó.

Al día siguiente volvió a sentarse en el mismo restaurante, a la misma hora que ella le dijo, con la misma esperanza del día anterior. No llegó.

Poco a poco la mirada se le fue perdiendo en el infinito, el horizonte no era lo que miraba. Tenía el celular en ambas manos esperando a que vibrara.

Pasaron semanas antes de que él entendiera que no llegaría. Cuando decidió no volver al restaurante, el celular le vibró. Era ella. El infinito de la red, volvió a ser lo único que los unía. Él, resignado, entendió que sólo así la tendría.