El sentido del oído

Foto: http://www.vidanutrida.com

Despertó. A su alrededor todo parecía calmado, nada sonaba. El sol se había alzado despertando las montañas y filtrándose por las ventanas de las casas, pero no había logrado despertar a los pájaros, hoy no cantaban.

El inconfundible tic tac del reloj no estaba en sus oídos pese a que la gallina, que estaba atrapada entre los números y el vidrio, seguía inclinando su cabeza para recoger el ficticio maíz que había pintado en el paisaje del despertador que lo único que quería era emular una granja. Se sintió raro, pero no le preocupó.

Como cada día se paró con el pie izquierdo, el frío de las baldosas no le tocó la planta de los pies, pese a que la noche había sido lluviosa y la gotera que se suicidaba cada que llovía, arrojándose al vacío, había congelado el suelo, es más, pasó por el charco sin sentir la incomodidad del agua filtrándose entre sus dedos.

Fue al baño, la vejiga estaba por estallarle, nada salió, igual sintió el descanso en el vientre. Se miró al espejo, su reflejo se había extraviado, esta vez no salió a dar la cara y él supuso que aún su alma estaba perdida en el sueño del bosque. Ese en el que corría y caía y al levantarse se veía morir.

Caminó a la cocina, tomó un pocillo, fue a llenarlo con café, el café era tan transparente, que parecía agua, pero sabía a café. Se extrañó. Miró el reloj. Volvió a la habitación, sin mirar a la cama agarró el computador portátil, lo encendió y se sentó en el escritorio. El computador no le sonó al abrir, cuando entró al Gmail, alguien le habló, el chat no sonó. Algo pasaba. Ya si se preocupaba. Puso una canción, tampoco la escuchó. Cogió el teléfono, lo puso en el oído, no escuchaba el tono. Se giró.

En la cama, invadiendo su colchón, arropado con sus cobijas, había alguien. Se paró de la silla, fue lentamente a mirar quién era, estaba cobijado hasta la cabeza, no se veía nada. Palpó toda la cama, estaba mojada, escuchó cada uno de los golpes que dio sobre el cuerpo que descansaba en la cama. Algo estaba pasando, tal vez estar cerca de ese cuerpo le podía devolver el oído.

Fue subiendo, buscando la esquina de la cobija. Lentamente se vio ahí, acostado, pálido, muerto. Se golpeó el rostro, los golpes sonaron, pero no los sintió. Volvió al computador, le subió volumen a la música, no escuchó nada. Cogió el pocillo, se acercó a su cuerpo muerto sobre la cama, lo dejó caer, lo escuchó, pisó los restos de cerámica, no le dolió. Se dio cuenta que no podía hacer nada, lo que había pedido para no recordarla, morir mientras dormía, se había hecho realidad. El oído, ese que era el último sentido que uno perdía al morir, ya había pasado de lo que estaba muerto, la carne, a lo que tal vez seguía vivo pero no era real, eso que por más que gritara nadie iba escuchar, ese que quedó sentado en la habitación, llorando su amargura, esperando el día en que alguien lo extrañara, lo fuera a buscar y en su cama, dormido para siempre lo pudiera encontrar.

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