El Futbolito

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Foto: http://www.flickr.com/photos/mostroarbol

A mi viejo. 

Nací a finales de Noviembre, por lo que en casa hubo que adornar con luces una parte de ella y la otra con colores pastel que servirían de hogar para mi. Nací varón, el orgullo completo para un padre muy futbolero y que daría su primera muestra esa navidad: mi primer traído del niño dios fue un balón y un uniforme de Atlético Nacional, pero no de cualquier Atlético Nacional, del Atlético Nacional campeón de la Libertadores.

Crecí ligado al fútbol, éramos muy pobres, pero ligado al fútbol; papá era líbero, dos, o defensa central como lo llaman ahora. Por eso admiré la carrera de Andrés Escobar y lo lloré el día de su muerte, sólo porque quería ser como él, porque papá quería que jugara en su misma posición y fuera como él.

Qué puedo contar, a los tres años entre mi padrino y mi papá hicieron maravillas para llevarnos a las dos familias a ver jugar a Nacional en el Atanasio. Tres a dos quedó ese partido, ganó Nacional y yo quise más al equipo Verde y Blanco.

Ese Diciembre, cuando yo cumplía cuatro años, quise desviarme de los balones de fútbol, de los uniformes de Nacional y de la Selección Colombia y pedí de regalo de niño dios un futbolito. Un moderno futbolito para tener en casa, con los jugadores de Nacional y del Medellín, para yo jugar con el Verde y Blanco; y derrotar a todos mis amigos y familiares que jugaran con el equipo rival de la ciudad, ese rojo y azul que nunca he podido disfrutar.

Ese mismo Diciembre, me topé con una realidad. Iba a cumplir cuatro años y tuve que enterarme que papá y mamá eran ese hipotético niño dios que ponía los regalos bajo la almohada, eran esos que hacían soñar a niños con regalos imposibles y que en esta navidad no me iban a traer el futbolito que quería.

Yo lloré, tal vez en un capricho de niño, tal vez en un dolor material, ¿Para qué quería el futbolito? Simplemente para mostrar en mi casa lo que en la cancha era obvio, que Nacional era superior a otros rivales y más cuando venían a nuestra casa y no eran capaces de vencernos. Pero después de llorar y calmarme, vi como ese sueño de tener un futbolito, se empezó a materializar lentamente.

Papá, ese que me vistió de verde en mi primera navidad, ese que me enseñó a admirar a Andrés Escobar, ese que me llevó al estadio por primera vez, siempre se ha caracterizado por no quedarse quieto y sobre todo, por hacer muchas cosas con bajo presupuesto a cambio de una sonrisa, de un abrazo y un “muchas gracias” de alguna boca. Al otro día de revelarme el secreto, de contarme que él era ese niño dios, consiguió una tabla de más o menos un metro de largo por setenta centímetros de ancho. Era igual de rectangular a la cancha del Atanasio, pero a tamaño escala. Luego, después de pulir un poco esa tabla, procedió a pintarla de verde fosforescente, para que resaltara entre otros. Y finalmente, la empezó a delimitar con unas líneas blancas que la hicieron parecer un estadio de fútbol.

Yo, que aún no comprendía qué se proponía mi papá, ayudé en la pintada de la tabla, sonreía con él, cantábamos juntos. Mi camiseta de Nacional se cubrió con los colores usados para tal labor. Papá sólo me dijo que iba a hacerme el futbolito que siempre quise.

A las horas, cuando la pintura se terminó de secar, cuando descansamos un poco, papá fue a buscar en su caja de herramientas un par de cajas de clavos y unos metros de hilo para elevar cometas. De los clavos, seleccionamos a veintidós, que se convertirían en los gloriosos jugadores de esta cancha y a los cuales los pintamos, de verde y blanco y de azul y rojo.

Empezó a posicionar cada uno de los clavos tal y como se paraban los jugadores en la cancha. Un arquero dentro del área chica, cuatro defensas, dos volantes de recuperación, dos armadores y dos delanteros. Así, como se veía a Nacional en esa época.

Al otro lado de la cancha, papá fue más ortodoxo, más chapado a la antigua, puso un arquero, dos líneas de cuatro y dos delanteros. Todos muy planos, así como era el otro equipo de la ciudad. Finalmente, puso cuatro clavos tras cada arquero y empezó a trazar una especie de red que asemejaría la de los arcos.

Ya teníamos la cancha lista. Ahora sólo faltaba hacerle el contorno para que la pelota no saliera por los costados. Papá, igual de recursivo que siempre, puso cuatro tablas que previamente pintó de blanco y las pegó a los bordes de la cancha.

Aún no sabía cómo se iba a jugar, pero iba a tener mi propio futbolito y sobre todo, no tendría cómo envidiarle nada a los que lo tuvieran.

Cuando ya todo estaba terminado, los clavos en sus lugares y el juego a punto de empezar, papá tomó un pito que siempre guardaba, un par de palos de paleta y una bola; me entregó uno de los palos de paleta a mi y el otro fue para él, dio un silbatazo, tiró la bola a la cancha y jugamos hasta cansarnos.

Esa tarde, Nacional, mi equipo verde y blanco, le ganó por seis a dos al Medellín, el otro equipo. Y yo, tuve mi propio futbolito, incluso vi cómo lo hacían. Para ese año, el niño dios me trajo un uniforme nuevo de Nacional, el cuál me ponía cada que con mi equipo, en mi casa y en mi cancha, queríamos atemorizar rivales y vencerlos, como era costumbre.