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El chisme que todo el barrio sabía, rezaba que cuando Ana salía de su casa para el trabajo, a eso del medio día, llegaba a la casa una chica con más o menos veinticinco años menos que ella. Es por ese motivo, por el chisme, por su orgullo, que esa tarde se encontraba en su hogar más temprano de lo acostumbrado y apenas cruzó la puerta principal se sintió abrumada por el olor de un perfume que no era el suyo.
Subió lentamente las escaleras para no generar sorpresa, el olor de la loción era cada vez más fuerte, la ropa empezaba a aparecer regada por el pasillo del segundo piso y trazaba un camino de pantalones y camisas que conducía a su habitación. Ana no lo podía creer.
Llegó tarde, ya todo estaba consumado.
Abrió lentamente la puerta buscando agarrar con las manos en la masa a quienes se encontraran en la habitación. El cuadro no pudo ser más inesperado: las sábanas estaban mojadas y sobre ellas una mujer de cuerpo esbelto, pezones rosa, cabello claro, descansaba en su cama y él, con un brazo protegía esa silueta femenina, aprisionándola contra su cuerpo, tal vez cubriéndola del frío sin querer perderla nunca; estaba sonriente, plácido, feliz.
Ana recorrió con la mirada toda la habitación, vio en la mesa de noche el empaque brillante de un condón, en ese momento se tranquilizó.
Tal vez no era la forma en la que esperaba conocer a la novia de su hijo, pero estaba tranquila de saber que se cuidaban, que pese a la juventud, no querían tener un hijo tan temprano. Fue por ese motivo que salió en silencio de la habitación y fue a hacerles algo de comer, mientras descansaban de su larga faena.