El doctor y la doctora.

Foto: http://fantasiaindefinida.blogspot.com/

Al Ingeniero Jorge Ivan González todos le dicen doctor exceptuándola a ella que le dice Ingeniero para entrar en confianza y poder acercarse a él: Sabe que le gusta que llamen a la gente por su profesión y para él, los únicos doctores son los médicos.

A ella, la Doctora Maria Isabel Pérez, todos le dicen doctora menos Jorge Ivan, quien le dice Mary, para acercarse a ella y mostrarle algo de afecto: Cada que lo hace, ella esboza una sonrisa en su rostro.

Los dos están frente a frente, en el último piso de algún hotel de Primavera, mirando de reojo a la ventana, con un tapete azul oscuro bajo sus pies y cientas de almas descansando en confortables camas de este tan lujoso hospedaje. Algo que si está claro es que ambos disfrutan la conversación, la relación, se sonríen con cada palabra y no saben qué más decirse para no comerse en ese preciso instante. El salón se va quedando poco a poco vacío y ellos dos, encargados de algún evento, de esos empresariales en los que se involucran ingenieros y doctores, ya no saben qué más hacer.

Las manos lentamente han encontrado lugar, la ciudad se ve anaranjada al fondo, una que otra luz de navidad empieza a emerger y ambos se sonríen. Van delineándose lentamente los cuerpos, ya no queda nadie, ella tiene las llaves de ese salón en sus bolsillos, las cámaras de seguridad brindan un algo que los hace sentir más sedientos el uno del otro. Las copas de vino que ambos sujetaban hace apenas un par de minutos, hoy descansan sobre una mesa, donde también están sus bolsos, los celulares, el maquillaje de ella, el saco de él.

Jorge se atreve, la agarra por la cintura la atrae hacia él, la mira fijamente a los ojos, le da un beso profundo.

-Ay Mary, ¿por qué esperamos tanto para esto?- le dijo.

-Yo no sé Ingeniero- le respondió la doctora mientras iba deslizando sus manos hasta las nalgas de Jorge.

Poco a poco el ambiente se fue tornando más caluroso, afuera llovía, los vidrios se empañaban, Maria le arrancó la corbata, le fue desabrochando uno a uno los botones de la sedosa y bien planchada camisa, Jorge no se quedó atrás, le mordió suavemente el labio inferior, le introdujo su lengua en la boca, la conoció y reconoció uno a uno los poros de su boca, edificó y analizó cada uno de sus dientes y finalmente puso sus manos en la espalda de ella, para recorrerla suavemente con sus uñas muy bien arregladas, barnizadas y limpias.

Jorge la fue delineando lentamente desde la espalda hasta el ombligo, sacó la camisa del interior de la falda, empezó a desabrochar los botones con los dedos de la mano izquierda, mientras la derecha se filtraba bajo la tela para llegar al sostén que protegía sus dos grandes senos, redondos y erizados por el tacto de las uñas arregladas.

Las camisas y el brassier se unieron en una sola danza por entre esos dos calurosos cuerpos que desembocó en el suelo y los dejó descansar uno sobre otro.

El Ingeniero posó su lengua en el cuello de ella, subió hasta las orejas, le besó la boca, la mordió, ella gimió, empezó a descender con la lengua por entre el pecho descubierto, unió con su saliva uno a uno los lunares como un cuaderno de puntos y se posó sobre dos puntos rosa que para él significaban el centro del dibujo. Ese par de puntos descansaba tranquilo, pero apenas tuvieron el roce de la lengua se vieron levantar de la nada y llenar de placer un cuerpo que se arqueó, que hizo reaccionar las manos de una doctora que lo agarró por la espalda, bajó la mano y empezó a desabrochar un pantalón para sacarlo.

Jorge puso sus manos bajo el vestido, fue sacándolo lentamente, al ritmo de una música que sonaba en su cabeza, pero tambien al ritmo de la acelerada respiración de Mary, su doctora. Que apenas lo sintió desnudo, duro, sensible, posó su fria lengua en la piel de él, en esa que es más hipersensible que otra (Ella sabe cuál es), abrió su boca y dio dos o tres chupadas que a él lo hicieron estremecer, ella no pudo parar, cada vez lo hizo con más pasión, quería sacar todo del interior, todas esas ganas de tantos años de haberlo conocido que traían adentro. Lo mordió, lo lamió, succionó tantas veces como te puedas imaginar, Jorge gemía, se agarraba la cabeza, se la agarraba a ella para controlar el ritmo en que se movía y lo recorría, lentamente fue sintiendo ese cosquilleo que le recorría el cuerpo.

-Ya- le gritó, esperando que la doctora se quitara.

Pero no lo hizo, ahi siguió ella, acelerando el ritmo y esperando a que todo ese deseo de él descansara en su lengua.

Cuando lo sintió tibio entre sus dientes, fue tragando al mismo tiempo que sentía las piernas del Ingeniero erizarse y volver a doblarse. Él se puso sobre ella, la tenía desnuda, a su alcance. Así que entre el extasis que recién había sentido, fue sacando su lengua para unirla nuevamente al par de puntos rosa y seguir hacia abajo con su recorrido, que terminó con su boca entre las piernas de la Doctora, quien apenas sintió el primer envión de la lengua, optó por gritar. Él introdujo dos dedos en el tesoro humedo de ella y puso su otra mano en la boca de Maria para tratar de ahuyentar los gritos, que cada vez eran más fuertes. En circulos, de arriba abajo, en la dirección de las manecillas del reloj, al contrario, así se movían tanto su lengua en ese monte de vello bien depliado, como sus dedos en las profundidades del placer de ella. La sintió erizarse, uno a uno los poros de ella se acoplaban a los de él, un gemido final, un orgasmo perfecto, que terminó por hacerla pensar en descansar, pero sin parar.

Cuando menos pensaron estaban ahi, sumidos el uno al otro, ella dándole la espalda, con las manos en el gigante ventanal, mirando el naranja de la ciudad, sintiendo al doctor empujarla con su pelvis, penetrarla, la humedad de ella lo recibía con tanta alegría que hacía que Maria se estremeciera con cada movimiento.

Probaron de mil maneras, ella encima de él, él encima de ella, parados, sentados, sobre una mesa, en el suelo. Al final, fueron casi dieciseis orgasmos entre ambos. Las mejillas ruborizadas, los cuerpos sudados, las cabezas humedas, la lluvia afuera, las luces naranja, algunas navideñas, la ciudad, el hotel, todo fue complice de esas ganas que los obligaron a dormir profundamente esa noche abrazados en el tapete del salón de convenciones.

Al otro día, fueron despertados por un empleado del hotel, él lo había visto todo a través de las cámaras de seguridad y pese a que en el recinto estaba prohibido tener ese tipo de contactos en los lugares públicos, los dejó a que se calmaran las ganas. Eso sí, vino, los increpó, no por lo que habían hecho durante casi cuatro horas en el salón de convenciones, sino por la mancha blanca de los fluídos de ambos, que ahora descansaba sobre el tapete azul oscuro.

 

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