Foto: Archivo Personal.
Cuando llegó a la ciudad, se topó con que viviría en un edificio en todo el centro, a diez pisos de altura, algo así como treinta metros sobre el suelo.
Su familia había decidido migrar a un lugar más céntrico para no tener que hacer largos desplazamientos hasta el trabajo de sus padres, su universidad y el colegio de su hermano. Fue una de esas decisiones tomadas en conjunto, así como se decidían casi todas las cosas en su casa.
Pero para ella todo no era tan bonito como se lo habían pintado. Le habían hablado de la ciudad y sus atardeceres, pero no le habían hablado de la intolerancia de quienes la habitaban, de la contaminación que todos los días le pintaba de negro el balcón, ni mucho menos de los gritos cada treinta minutos de “Ladrón, Ladrón” que se le metían en la siesta del medio día después de llegar de clase de seis.
Extrañaba el aire frío colándose por la ventana para darle los buenos días y los pájaritos cantándole desde muy temprano, extrañaba el rocío en los pies cuando caminaba descalza por el pasto de la finca. Extrañaba tanto que el pecho se le estaba llenando de un vacío tan grande como el edificio en el que vivía.
Pero todo estaba por cambiar.
Era martes y llovía, eran las cuatro y media de la mañana; se había despertado odiando el reloj, como hacían todos los que a esa hora se levantaban de su cama para irse a estudiar o trabajar. Odiaba acostarse de noche y levantarse de noche, que la luna no hubiera terminado su camino y ella tuviera que verla en distintos puntos del cielo en el transcurso de pocas horas, como si la estuviera persiguiendo y no la debiera dejar esconder.
Se duchó, se vistió. El reloj ya estaba marcando las cinco y veinticinco. Se sirvió su primer café del día y fue ahí cuando ocurrió la magia. Escuchó el cantar de unos pájaros. No sabía si eran mirlos o azulejos, pero eran pájaros, los mismos pájaros que en su ausencia le habían llenado el pecho y que ahora le llenaban la sonrisa de alegría.
Ese fue un buen día.
Convencida de que los pájaros la habían seguido desde la finca hasta el edificio, decidió hacerles un cebadero. Fue a la plaza de flores, compró guaduas, plátanos maduros casi negros y hasta flores nuevas para poner en el comedor. Su razón de vivir había regresado. Pegó clavos e hizo una casa, puso plátanos en las pequeñas canoas que había hecho con la madera y se sentó a leer.
Esperaba encontrárselos inundándole el balcón, esperaba sentirlos y acompañarlos mientras comían. Pero esa tarde no llegaron.
Los plátanos se pusieron negros, las guaduas también. Ahora tenía más cosas para limpiar, más cosas llenas del hollín de los carros, más cosas para botar.
Al día siguiente, los pájaros volvieron a cantar cuando se estaba tomando el café y la sonrisa volvió a aparecer. Ella volvió a comprar plátanos, volvió a ponerlos en el cebadero y volvió a sentarse a esperar. No aparecieron.
Decidió ponerles los plátanos en la mañana al despertarse a ver si así podía atraerlos, decidió también cantarles. Decidió muchas cosas y nunca pudo verlos.
Hasta un día en el que todo murió.
Salió del baño, se vistió, metió los cuadernos y el computador en el bolso, se sentó a esperar a que el agua estuviera a punto de ebullición para prepararse el café y estalló. Los pájaros empezaron a sonarle muy cerca, bajo el bolso. Sonrió porque eran los mismos pájaros que había soñado escuchar, se entristeció al saber que lo que sonaba era la alarma del celular de su papá.
Los pájaros nunca más volvieron a cantar.