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Sabía que ese barco ya no podía repararse más y que el agua lo hundiría pronto, por eso la decisión más sabia que tomó fue elevar el ancla y prenderle fuego para guardar las cenizas en un baúl que esparciría lejos del mar para que no volviera a formarse con el tiempo.
Su barco se llamaba Eduardo y le había prometido el cielo y la tierra, su barco estaba dispuesto a dejarlo todo por ella pero, en realidad, no era más que un poeta muerto incapaz de escribir en papel esos versos que recitaba de memoria.
Tal vez a todas les decía lo mismo, tal vez a todas las ilusionaba con frases simples cargadas de palabras rebuscadas. Y por todas me refiero a esas que se encargaron de llenar de cicatrices ese barco, que hacían que el agua entrara allí cada tanto e hiciera los estragos que quisiera.
Pero ahí estaba ella, en la mitad de un aeropuerto con un tiquete comprado a ninguna parte y unas cenizas en un baúl que no sabía qué hacer con ellas. Ese era su único equipaje, esa era su única respuesta.
Todos la miraban, porque su cabello rubio y sus ojos verdes eran impactantes, además porque su ropa dejaba ver que era una amante de la moda que se quedó estancada en el siglo diecisiete. Pero tal vez por eso despertaba piropos de todos, desde el hombre que vendía el café de cinco mil pesos, hasta de la chica que le recibía los tiquetes a los pasajeros.
Ella, en silencio, mientras esperaba, decidió caminar por todo el puente aéreo, abrir su baúl y, como un ritual, empezar a soltar manotadas de cenizas en el suelo. A cada manotada le decía una frase: algunas eran canciones, otras poemas, otras simplemente rencores ahogados que no se pudieron desatar con las velas ni las llamas. Pero todas tenían un motivo: olvidar, deshacerse y soltar nudos de esos que te ahogan, que te llenan la garganta de vacío y no te dejan gritar.
Y gritó cuando en medio del muelle, ese barco, su barco, se materializó, llenando de promesas y sonrisas su vida, queriendo invitarla a navegar de nuevo esas turbias aguas que no quería volver a visitar. Ella, en shock y a toda velocidad, agarró el café caliente, lo dejó caer sobre ese barco y vio cómo se iba desmoronando poco a poco, demostrándose a sí misma que por más que las cenizas queden y formen de nuevo su figura, son tan frágiles que una gota de agua las deshace fácilmente.
Fue ahí, solo ahí, cuando decidió por fin abordar su avión, tomar un nuevo rumbo y olvidar todo lo que en silencio había escuchado y con ilusión había soñado.