Cruzar

Se paraba frente al mar a sentir la brisa liviana que le limpiaba la sal del agua y del alma. Respiraba. Inhala, exhala. Suspiraba.

Se preguntaba si al otro lado había alguien que hiciera lo mismo. Se llamaba Jacobo y un día agarró una botella de vino vacía, de las que acostumbraba tomarse para ahogar de un solo sorbo las penas que le inundaban el corazón, escribió una pregunta en papel, la empujó hasta el fondo, agregó su foto, la selló con uno de los tantos corchos que coleccionaba en un florero que adornaba el centro de la mesa del comedor para cuatro que tenía en casa y que sólo ocupaba él.

La echó al agua tratando de encontrar a alguien que cruzara el océano y trajera de vuelta una respuesta.

Ana se paraba frente al mar todas las tardes a esperar que con el caer del sol también cayeran todos sus problemas, sus gafas grandes terminaban cubiertas del polvillo de la arena que traía el viento. Esa tarde, una botella llegó frente a ella, era verde y el vacío la hacía flotar con tranquilidad. Sonrió.

Se metió con zapatos al mar, mojó su pantalón hasta las pantorrillas, agarró la botella entre las manos y la destapó. En el interior encontró una nota que preguntaba si había alguien ahí, que dónde vivía, y una foto de un hombre sonriente, de cabello oscuro, con los ojos claros. Sonrió más.

La botella adornó esa noche su mesa y al otro día se convirtió en portadora de un nuevo mensaje. La respuesta era un sí afirmativo, un lugar en medio de la playa y una foto suya que echó al mar.

Cuando llegó la noche y con ella de nuevo el vino, las penas, la brisa, la limpieza, Jacobo volvió a pararse frente al mar. La botella flotaba y revoloteaba entre las olas. Con su borrachera se metió a agarrarla, esperaba que fuera la suya y que no hubiera vuelto con su mismo mensaje.

La abrió y se encontró un cabello negro, unas gafas grandes, una sonrisa que en sus comisuras reflejaba la honestidad de alguien con las mismas penas que él dejaba que la brisa se llevara. Encontró una indicación escrita, se sorprendió de que no fuera al otro lado del océano. Decidió encontrarla.

Esa vez la mañana no lo agarró siguiendo las olas con su mirada. Se fue a dormir cuando la madrugada empezó a dejar que las estrellas se hicieran profundas. Cuando se despertó, se puso su mejor ropa para cruzar todo lo que el destino le había asignado para ese día.

Agarró en sus manos la botella y la foto de ella, salió caminando hasta la playa y empezó a delinearla. Llevaba un palo con el que marcaba un camino que lo devolviera a casa.

El sol fue ascendiendo sobre su espalda, quemando todo, agotándole el agua, sacándola a relucir en su camisa.

Cuando la tarde empezó a caer, él encontró el lugar donde Ana se paraba a mirar el mar. Se paró a mirar el horizonte y la esperó. Pasadas las cinco de la tarde sus gafas, su cabello negro, sus curvas torneadas, se pararon frente al mar y dejaron que el viento jugara con ellos. Él se acercó.

-Hola- le dijo.

-¿Sí?- preguntó ella.

Tenía un acento de otro lado, un timbre que le agradó, una sonrisa blanca se esbozó.

-Traigo esto- le dijo él y le entregó la botella.

Ella volvió a sonreír.

-Mucho gusto, Ana- dijo ella.

-Jacobo, el gusto es mío- respondió él.

El silencio empezó a reinar, no tenían que decirse nada, el viento, el mar, la playa, se encargaron de tejer un lazo que los uniera. Desde ese momento, uno de los dos cruzaría por la playa, siguiendo las marcas del palo en el suelo, para así juntos hacerse compañía, limpiarse con el viento la sal y dejar que las penas se fueran con el mar.