Encuentros: Bolívar con Maturín.

Foto: Archivo personal

La primera vez que sus miradas se cruzaron había una multitud que se interponía entre los dos. Ella llevaba una sonrisa grande, perlada, rodeada del rubí de un labial, adornada por las ojeras del cansancio y unos pómulos, carnosos pómulos, que mostraban todo el ejercicio que gastaba en la risa. Él, con sus ojos verdes se acercó, le estiró el brazo y estrecharon las manos.

-Mucho gusto, Juan- le dijo.

Ella volvió a sonreír.

-Celeste- se ruborizó al decirle su nombre.

No hablaron más de lo necesario, se dijeron los nombres, se preguntaron cómo estaban; él, atrevido, le dio su número de teléfono. Quedaron en llamarse y concertar una cita alejados del bullicio, sin obligaciones, donde los dos pudieran disfrutarse exclusivamente.

Alejarse del bullicio fue equivalente a encontrarse en el centro de Medellín, para ser más exactos en Bolívar con Maturín, ahí donde el semáforo se demora en cambiar y los buses de Santra pitan sin cesar acompañados de los taxis que siempre llevan afán.

Se distinguieron en el tumulto y la distancia, su sonrisa volvió a brillar. El abrazo que se dieron fue como si hacía años no se vieran, así sólo hubiera pasado una semana.

Con el abrazo llegó la lluvia, con la lluvia el deseo.

Caminaron sin importar que el agua los mojara, sin importar la delicadeza de ella, que con dos goteras ya estaba estornudando, sin importar la reunión que él tenía después en la biblioteca donde trabajaba.

Era una cita de almuerzo, una cita calma, pero una cita. Llevaban consigo el tedio de una semana difícil y el apuro de no perder la vida por unos pesos.

Maturín a esa hora huele a pollo broaster y tiene el tranvía iniciando recorridos cada cinco o diez minutos. Hicieron equilibrio entre sus rieles y luego giraron a la izquierda por Junín, buscaban dónde almorzar.

Juan conocía el centro como la palma de su mano, había trabajado en todas las bibliotecas y librerías que allí se encontraban, por lo que sabía dónde encontrar un lugar tranquilo para conversar. Cruzaron Pichincha y recordó que había un segundo piso que le daba una vista perfecta de esa zona, con un almuerzo barato y la complicidad necesaria para robarle una sonrisa o un beso a Celeste.

Subieron las escaleras que desembocaban en un salón grande, con sillas de cuero y una barra en madera con un hombre tras él que no traía ni un ápice de ganas de sonreír.

Leyeron el letrero gigante que decía que era el salón de las frutas y Celeste se rió.

-¿Vamos a comer fruta de almuerzo?- dijo.

-No, no, cómo se te ocurre, venden almuerzos muy buenos- respondió sonrojado Juan.

Él abrió una silla para que ella se sentara y luego descargó su bolso para sentarse frente a ella. Los atendió una mujer vestida de blanco y les ofreció el menú del día. Pidieron dos.

Hablaron de los libros que les gustaban, de la música que bailaban, del amor de ella por la ropa y del encaje en la ropa interior, de bailar desenfrenadamente. Se imaginaron cruzándose en medio de la pista de baile, con el sudor brotándoles como cascada, se suspiraron, se olieron, comieron.

La bandeja que llegó traía todo lo que dicta el canon tradicional: fríjoles, arroz, ensalada, huevo, tajada de plátano, chicharrón. Ella no comía carnes rojas pero por él se sacrificó.

Se entrelazaron los dedos, se tocaron con la punta de los pies, se sonrieron cómplicemente. Sabían que todo lo que sentían en el corazón y entre las piernas podía terminar en algún motel de ahí cerca, donde si llevas un volante te regalan dos cervezas, donde el placer y la velocidad son el pan de cada día.

Se contuvieron, compartieron el chicharrón, la cuenta y un par de mentas que les dieron cuando pagaron.

Llovía más fuerte, caminaron a la Oriental para tomar el bus. Sintieron la tensión de los que no tienen nada más para decirse con palabras y quieren expresarlo todo con caricias, con cariño, con saliva. Se besaron en el paradero como si no hubieran besado a nadie nunca, con el golpe de los dientes, con el mordisco carnoso y deseoso. Se olieron por última vez, la mezcla entre la humedad y el perfume los hizo suspirarse con pasión.

Celeste subió al bus, Juan volvió a caminar hasta la biblioteca.

A partir de ahí hicieron de esa rutina, su rutina de amor.