Encuentros: Parque de El Poblado

Celeste llegó primero y se sentó en el Parque de El Poblado. Habían acordado que de ahí irían a comer algo y que si Juan no aparecía, ella lo esperaría.

Mirar el parque solo, sentirse vulnerable, era el común denominador desde que el código de policía había empezado a regir. Ya no se encontraba en él a jóvenes llenos de sueños con guitarras en los hombros dispuestos a emborracharse al ritmo de la vibración de sus cuerdas y unas cuantas cervezas o garrafas de vino de maracuyá. Es más, ya ni el mismo Hugo Restrepo, otrora visitante asiduo del parque y con quien podías sentarte a conocer un poco del trasegar del cine nacional, se aparecía con su bastón y sus ojos desorbitados por allí.

Celeste se sentía sola y la oscuridad apenas estaba llegando. En la iglesia de San José marcaron seis campanadas, Donde Chepe abrió al público y Juan apareció con su afán, la camisa sudorosa y un silencio que lo carcomía.

Apenas la vio, sintió que todo se tranquilizaba, que el caos que representaba salir de la Biblioteca EPM y llegar a El Poblado, se borraba con sus manos y sonrisas.

Era martes, había llovido y como si San Pedro conspirara con ellos, había escampado a las cinco y cinco de la tarde, hora en la que Celeste decía adiós de un portazo en su trabajo y en la que Juan empezaba a bostezar para quitarse de encima el sueño que cargaba de malas noches, donde se sumergía en el desespero de contar ovejas, amores perdidos y sueños rotos sin ningún éxito en conciliar ese adormecimiento esperado y que aparecía siempre a la misma hora cuando la tarde estaba acabando y el sol caía gritándole que lo hiciera con él.

Después del beso en La Oriental habían quedado picados, por eso verla con su camiseta blanca, pantalón negro y zapatos amarillos, hizo que en la barriga de Juan revolotearan las mariposas que había matado con alcohol y canciones tristes en su última relación. Celeste sintió lo mismo, pero la timidez solo los hizo decirse un hola seco, que era más seco que las gargantas de los tres visitantes que ahora estaban junto a ellos, bajo el ojo vigilante de los policías del CAI que siempre estaban pendientes de que nadie se llevara una botella a la boca, porque era violar la ley.

Hablaron, volvieron a sumergirse en conversaciones vacías, de viajes llenos de agua salada, arena en los pies y fríos extremos. Se dijeron que se querían, se desearon y no se dijeron.

Hubo un momento en que el silencio reinó, como reina cuando hay una unión en la que el pequeño hilo que une aprende a disfrutar esa quietud y mutismo que trae. Ahí las tripas hicieron ruido. Se rieron, miraron el reloj, eran casi las nueve. Tenían hambre.

Hay relaciones que nacen comiendo en restaurantes elegantes, la de Celeste y Juan se sellaría a punta de corrientazos y empanadas.

-¿Querés empanadas?- preguntó él.

-¿Quién no quiere siempre una empanada?- respondió ella.

-Acompañame entonces- sonrió Juan.

Desde que habían cerrado Los Saldarriagas, comer empanadas en el Parque había quedado resagado a bajar dos cuadras por la diez y encontrarse en la acera con una multitud estorbando, donde se juntaban altos ejecutivos y hasta el gamín que buscaba una moneda de algún extranjero, para engullirse una o dos empanadas con ají.

Mil doscientos pesos cada empanada, se comieron cuatro, con jugo Hit de naranja piña.

Fueron un desfile de lado a lado cambiando con los demás comensales los tarros de salsa, pasando del guacamole picante a la salsa showy, bailando tango al son de los transeúntes que miraban hacia adentro, contemplando el pequeño infierno en el interior del local y sonriendo con quienes a empanadas calmaban el hambre y se deseaban con los dedos grasosos.

Terminaron y caminaron.

Celeste y Juan se tomaron de la mano, cantaron vallenatos de fiesta de junta de acción comunal en polideportivo, dejaron que las luces amarillas y tenues de la calle les dictaran el camino a la estación del Metro.

Allí se dieron un abrazo profundo, se olieron. Sintieron cómo los cuerpos encajaban perfectamente, se besaron las mejillas, se dijeron adiós y tomaron rumbo por caminos diferentes que los llevaron a encontrarse en plataformas opuestas. Uno se fue con rumbo norte, el otro pegó para el sur. Se dijeron adiós por los vidrios de un tren que los alejaría, pero les dejaría la sensación de cercanía entre el pecho y la espalda.