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Pablo traía en su cuerpo algunas cicatrices de esas que la guerra que había librado para defender a su país por obligación más que por sentimiento, le había dejado en el cuerpo. Algunas eran heridas de bala, otras fueron cortadas de la inhospita selva, hasta de los sables y cuchillos de los enemigos con los que se enfrentó a campo abierto y ya sin municiones. Pero las cicatrices que más le dolían eran las que tenía en el corazón, esas que el amor mal entregado, mal retribuido, había dejado.
María tenía en su cuerpo alrededor de cincuenta y cuatro cicatrices de colores, de esas que el dinero que su padre le había heredado, pudo pagar, llenas de colores, de dibujitos. De esas que dolían a mil agujas por segundo, que la llenaban de satisfacción y que la marcarían para siempre. Pero la cicatriz que más le dolía, era saber que por más dinero que tenía, nunca pudo lograr que Pablo no fuera a la guerra, es más, que por más dinero que tuviera, su padre nunca iba a aceptar que Pablo la visitara, que Pablo la quisiera.
De todas formas ese amor entre la clandestinidad de bares, conciertos y parques fue floreciendo, sin que el padre de ella se enterara que muchas de esas noches que ella pasó en la casa de su mejor amiga, en realidad la pasó en el apartamento de él recorriéndole las cicatrices de la guerra y juntándolas con las suyas llenas de colores.
La relación se hacía cada vez más fuerte, cada vez más imposible. Ambos se amaban, llevaban años juntos a escondidas, bajo la custodia de la madre de ella quien les alcahueteaba todo y le ocultaba muchas cosas al padre, quien un día tomó la decisión que conllevó a otra decisión que marcaría la cicatriz más profunda de todas.
El encierro fue la condena que el padre le dio por haber amado a Pablo con lo más profundo de su corazón. La muerte fue la condena que los juntaría en el más allá.
Decidieron hacerse una de esas cicatrices profundas en las muñecas el viernes a las doce de la noche para que apenas se quedaran dormidos, fuera para siempre y no volvieran a despertar nunca más.
La noche del viernes llegó con el frío que la lluvia que cayó durante todo el día trajo consigo, los cuerpos tiritaban, las cámaras de la videollamada se veían pixeladas, amarillas, felices, perdidas. Los ojos de ellos buscaban juntarse, pese a que era prácticamente imposible que sostuvieran las miradas. La conversación se fundió en palabras de amor y de olvido, de planes para lo que sería su vida juntos en una vida más allá, si es que existía.
Frente a frente, cerradas las puertas, los cuchillos en las manos, la muerte entre los dedos, el amor en el corazón. El reloj marcó las doce, las hojas metálicas tocaron las muñecas, cortaron en diagonal, María sintió como la sangre empezó a brotar a borbotones, Pablo no sintió la sangre inundándolo, el corte que causó su cobardía no causó el suficiente daño.
María con el correr del tiempo fue llegando cada vez al cielo, Pablo por el miedo se quedó en el suelo, no quería una cicatriz más en su cuerpo causada por un arma, la de ella ya era irreversible. La cobardía del exsoldado lo dejó vivo, la osadía a ella la mató de amor. Él acumuló una herida más en su corazón, ella la última cicatriz, la que creyó símbolo de perfección.