El olvido y la espera

Pareja discutiendo

 

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Ahí estaba, sentado en la sala de espera de un motel junto a la mujer que acompañaba sus noches desde el día en que la cobardía le hizo obligarse a olvidarse de la mujer que lo retaba intelectualmente, lo seducía fisicamente y lo enamoraba interiormente. Buscaba olvidarla a orgasmos arrancados a caricias de otra mujer que no era la que él imaginaba perfecta y que quién sabe donde estaba. Las cabañas estaban ocupadas algunas, en mantenimiento otras tantas y las que se encontraban libres, estaban siendo organizadas, para que muchos, como él, fueran a olvidarse, a quererse, a satisfacerse, a reencontrarse, a fundirse.

Le dio un beso, otra pareja llegó, se sentó a su lado. Él siguió con la mirada esas curvas que se contonearon ante él, las conocía tan bien, que quedó estupefacto. Levantó la mirada, se chocó con sus ojos miel, esos perfectos que tanto quería olvidar. Ella le sonrió, le mató el ojo. La mujer que lo acompañaba a él lo notó. El hombre que la acompañaba a ella lo notó. Se sentaron uno al lado del otro.

El olor de ella se le metió por las narices. Optaron por callar y esperar. Habían decidido desde hace mucho tiempo olvidarse y sacarse de sus respectivas vidas, pero la casualidad y la causalidad los empujó a visitar el mismo motel para olvidarse, para entregarse, para arrancarse con todo el odio que sentían, con todo el amor que, invisible y en silencio, los unía.

Cuando llegó el hombre que atendía la puerta para indicarles en qué habitación les tocaba; las dos parejas lo miraron fijamente.

-Su habitación es la 32- dijo el hombre.

Él se paró con el olvido a cuestas, con la sonrisa entre dientes. Su compañera se paró, la mujer perfecta que había rechazado alguna vez también, el hombre que estaba con ella miró atónito. No creía lo que estaba pasando.

Ambos se sonrieron, se miraron, se escondieron. Se tomaron de la mano. Ahí estaba ella, con su perfección entrelazando los dedos de su mano, dispuesta a olvidarlo, dispuesta a esperarlo. Él soltó rapidamente esa mano que le electrificó todo el cuerpo, que le hizo recordar esos bonitos momentos que habían vivido. Miró a la mujer que lo había acompañado hasta allá. Hizo un gesto como desconsolado, como indeciso. Volvió a aferrarse de la mano perfecta que hacía un par de segundos había rechazado. Ingresó con ella en la habitación 32.

El hombre y la mujer, recién conocidos, que no habían sido presentados, se sentaron en la sala de espera, debían esperar una habitación para ellos o para otros. El señor que atendía en la puerta no entendía nada; les trajo una botella de aguardiente y los invitó a olvidar, a esperar.