Foto: Joelomas
Con el mismo silencio con el que recorría las calles de la ciudad desde el momento en que decidió tomarlas como su hogar, se hizo en la orilla de la carretera, ahí, bajo el puente que había escogido que fuera su techo, mientras los carros con las luces le alumbraban el rostro.
Tomó un cartón entre las manos, se quitó los zapatos. Los puso como almohada, durmió. Ni el mugre, ni las calles, ni el vicio, ni el silencio le habían inundado el alma, cargaba con ellos en los hombros y aún así se sentía un habitante más del mundo, de esta ciudad que le tocó padecer.
Las luces lo alumbraban, el ruido de los carros lo arrullaba, el agua, que caía a cántaros se escuchaba chorrear debajo de su cuerpo. El puente lo cubría de mojarse, el cartón de no dormir sobre la porquería. El río, que pasaba a unas cuantas calles se escuchaba rugir con furia, el sueño lo empezaba a inundar.
Soñaba que se drogaba, que comía, que se bañaba o que se afeitaba, soñaba que se ahogaba, que miraba el cielo, que se acostaba en el pasto y veía estrellas fugaces, que el cielo dejaba de ser anaranjado y volvía al azul que una vez lo enamoró. Soñaba y soñaba.
Esa noche, mientras la lluvia caía, soñó que se ahogaba, que la podredumbre se le metía en la boca, que el río se desbordaba y le cubría el cuerpo, que los químicos que ensucian a diario y contaminan el río le quemaba la piel, que los ojos se le perdían en el agua, que su vida se extinguía y llegaba al mar.
Esa misma noche, el río le inundó el deprimido en el que dormía, su cuerpo flotó y flotó, el agua nunca bajó. Sus ojos no se perdieron en el mar, se cerraron para siempre, la opresión en el pecho por los químicos del agua del río le ahogó el corazón. Nadie lo reclamó, lo lloraron el mugre, los vicios, las calles y el sol.