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Nota: “El tiempo que nos queda” es el nuevo disco de Ícaro, la banda de rock que tienen mis amigos y para el cual me pidieron que les escribiera un cuento. Les hice cinco para que escogieran. Esta es otra de esas versiones.
Se había demorado en tomar la decisión, pero ahí estaba, con la podredumbre sobre su cabeza, eso que alguna vez fue su cabello negro y rizado, hoy no era más que una mezcla de sudor, mugre, contaminación y nostalgia. Se había demorado en tomar la decisión, porque aún no concebía a una mujer sin cabello, pero al final, la ausencia de agua la llevaría a aceptar que sin él todo sería mejor.
El agua falta, al menos para nosotros; sólo los gobernantes, quienes se adueñaron del preciado líquido y comercian con él, pueden disfrutar de un baño o un vaso para beber, el resto del pueblo, muere de sed, de calor, quemados por la radiación.
El mundo se ha convertido en eso que desde hace un siglo nos estaban advirtiendo y nunca prestamos atención, depredamos los bosques para cubrirlos de cemento, contaminamos el agua con los plásticos y los desechos que generamos, nos consumimos porque el consumo nos absorbió. Sólo nos importaba tener más y más y más. Y acá estamos pagando el precio, yo casi que con mi vida, ella con su cabellera y con ella, se va su belleza.
Paso la máquina para terminar de raparle la cabeza, la energía hace un click, se va, queda a medio motilar, ¡También comercian con nuestra luz estos perros! la suspenden cada que quieren, preferiblemente en la noche, para que podamos dormir sin gastar la reserva que aún nos queda.
Apenas son las siete de la noche, ya nadie ve televisión, nadie escucha radio, cada quien tiene una reserva de electricidad mensual que no quiere gastar. Es por eso, que algunos hemos decidido salir a cazar en las noches.
Cargo el arma, ella sale con su cabello a medio cortar. Nos separamos, buscaremos algo que comer. Camino unas cuantas cuadras, arriba se siente el zumbar de los carros de los ricos, los pobres aún tenemos autos de llantas, como en la antigüedad, frente a mi hay unas peleas callejeras. Apostaré un rato a ver si consigo algunos enlatados vencidos, esa es la única manera de comer verduras frescas.
Gano. Son seis latas, entre oxidadas y magulladas, corro. Los ladrones me persiguen, yo también soy uno de ellos. Acá el que no roba para comer, no puede vivir y el que no puede vivir, muere de hambre. Nos robamos entre nosotros, la clase baja, los condenados; nos quitamos la comida del plato, nos asesinamos y nos depredamos.
Las enfermedades son cada vez mayores y cada una es más incurable que la anterior. Comemos perros callejeros que mueren en las peleas, gatos que son colgados de las patas hasta que se desangran, todo lo que se mueva puede ser comestible, hasta las ratas, alimentadas de la misma basura que el consumo dejó.
Estoy regresando a casa, faltan un par de cuadras. Siento una mirada, una mirada serpenteante que está esperando mi descuido. El traje que llevo para evitar la radiación, llama mucho la atención. Siento sus pasos. Cada vez más cerca, cada vez más rápidos.
Corro, las latas van entre mis bolsillos de la chaqueta. Ese es mi tesoro y es su deseo. Me giro a toda velocidad, desenfundo el arma, doy tres disparos certeros, todos impactan en el abdomen, cae. Me detengo a disfrutar de su dolor. Le veo la cabeza a medio rapar, le quito la máscara y me doy cuenta que asesiné a mi mujer, la misma puta que un día rescaté, hoy se desangra en el andén, esperando ser salvada, pero no hay salvación. Ella quería sorprenderme como hace 30 años, por allá en el 2006, yo sólo salvar lo que había ganado para que ella pudiera comer. El tiempo se le agota y a mi, el que me queda, sin ella, tal vez sea corto.
Si quiere leer la anterior versión, hágalo acá: http://juansemolina.com/2013/06/el-tiempo-que-nos-queda-carta/