Sueños rojos

pelirroja

 

Foto: http://sebuscamuso.blogspot.com

Lila se había cansado de aparecer en los sueños de Gabriel y por eso había decidido materializarse esa noche.

Bajó desde su casa en las montañas, en las afueras de la ciudad, el cielo estaba perfectamente nublado, no quedaba un solo cuadro azul y se auguraba una gran tormenta, era medianoche.

Tocó a la puerta. Era de madera maciza, tallada por las manos de Gabriel, un joven escritor que seguía esperando el momento en que sus libros fueran leídos por todo el mundo y por ahora se resignaba con escribirle a Lila todos los días por el chat. Le desahogaba sus deseos, sus pasiones, sus sueños, sus visiones, la anhelaba con cada poro de su piel, la quería tener.

Gabriel abrió y lo único que esperó fue no encontrarse un asesino como el de sus historias, era medianoche, pronto empezaría a llover y a esa hora las visitas suelen traer oscuros desenlaces.

Lila, con su cabello rojo, sus senos firmes y grandes, su cintura bien torneada que desembocaba en unas protuberantes caderas, le sonrió. Gabriel se vio sorprendido, estaba en pijama, ella estaba perfecta. La besó.

Fue el beso más extraño de su vida, era un deseo que tenía adentro desde hacía muchos años, era un sentimiento que nunca había querido exteriorizar. La besó y con su lengua le recorrió las profundidades de la boca, le recorrió los recuerdos, los mismos sueños que ella tenía. La sintió erizarse, pensó que era el frío, la soltó, cerró la puerta y le sirvió un poco de café.

A sorbos de café se fueron besando, a sorbos de besos se fueron desnudando, el sofá negro relucía por la piel blanca de Lila, el café se aclaraba con la piel de Gabriel. La recorrió con sus manos palmo a palmo, con la punta de sus uñas, con la punta de sus labios. Le besó uno a uno los rincones que tenía, esos que tal vez nadie más había explorado. La sintió derretirse como el azúcar en el fondo de la taza, la sintió endurecerse como el barro cuando siente el calor en su piel.

Las manos recorrían sus curvas, sus lenguas se olvidaron, recorrieron cada parte de sus cuerpos, se reencontraron y se volvieron a olvidar. Gabriel la miraba a los ojos, Lila lo quería devorar. Él se fue sumergiendo entre sus piernas, la fue indagando, la hizo vibrar. Su lengua era perfecta entre sus pliegues, su cuerpo en un momento se hizo fuego, se hizo mar.

Fueron suspiros, jadeos y gemidos, melodías que en los oídos de Gabriel no hicieron más que retumbar, un deseo imperfecto, un susurro imborrable, un paro al corazón, una piel a punto de estallar. Lila se hizo arco, se hizo fuerza, se hizo agua, se hizo ligereza, llegó al cielo en diez segundos, bajó al suelo en silencio.

Gabriel se acostó a su lado, la esperó un buen rato, todo recién comenzaba.

Después de que el aire le volviera al cuerpo, Lila empezó a salivar más fuerte entre sus labios, lo besó hasta sentir el sabor que le había impregnado minutos antes, luego devolvió entre pequeñas succiones, el favor, el deseo, el olvido, el sueño. Lo sintió moverse, lo sintió quejarse, lo sintió estallar, lo sintió acurrucarse. Lo llevó hasta el cielo, lo vio perderse, lo vio despertarse, descansar, volverse.

Con ternura la volvió a tomar como lo hacía en los sueños, la besó hasta saciarse, la impulsó, la aferró. La sintió con toda la sensibilidad que ya tenía, la movió entre un sabroso vaivén que los sumergió en el éxtasis, en el gozo, en la pasión, en el cansancio, en el presente y los hizo soñar un futuro.

Llegaron al cielo, si, al mismo tiempo lo hicieron, sus ojos se cerraron al tiempo, sus cuerpos se arquearon segundo tras segundo, las pieles se les erizaron, encajaron cada uno de sus poros el uno en el otro, jadearon, gimieron. Descansaron. Cuando todo hubo terminado, despertaron. Lila en su casa a las afueras de la ciudad, Gabriel en su cama blanca, límpida, sin rastros de la noche anterior, deseándola más.