Foto: Elemento Amarelo
Siempre que la vi llevaba los labios rojos, los ojos amarillos y las manos verdes. Vestía de camisa blanca para que los colores de su cuerpo resaltaran más. Y cuando hablaba, cuando hablaba se sentía la fuerza y la seguridad que necesitaba para el resto de mi vida.
La primera vez que la vi, la boca le olía a vodka y jugo de naranja. Además, tuve la capacidad de detenerme en mirarla a los ojos, fui capaz de ver su risa y sentirla mía.
Quise ser parte de los dibujos de su piel y entender por qué sus manos eran verdes. Fundirme a besos en sus labios rojos y llenarle de color el blanco de sus camisetas. La naturaleza le había cambiado la forma de sus manos y por eso el color contrastaba con el de mis sábanas.
Esa primera noche contrastó tan bien, que decidió repetirlo para siempre. Dormimos juntos y al otro día fueron sus manos las que regaron mis plantas.
Pese a todas las noches que pasamos juntos, nunca nos besamos. Veíamos el reloj desgastar las horas y clarear los días mientras escuchábamos canciones, leíamos novelas y nos llenábamos de color.
Su color amarillo en los ojos, lo hizo material y le sacaba sonrisas a diario. Eso me hacía feliz. Así a mí el amarillo no me sentara bien, verle la sonrisa en el rostro y la mirada alegre me bastaba.
Porque sí, tuvo un tiempo en que la sonrisa se le estaba ocultando y los ojos se veían cansados por demás.
Aprendimos a tomar café juntos y a sonreirnos con la mirada. Yo la recorría a versos todos los días tratando de que su rostro cambiara.Fue así, como en uno de esos versos, ella quiso llenarme de magia y me agarró de las manos.
Volamos a su ritmo y me fui llenando de verde. Las manos, los brazos, el cuerpo. Poco a poco me fui convirtiendo en uno de esos árboles que tanto le gustaban, poco a poco fui convirtiéndome en algo de su propiedad, en algo que ella quiso cuidar para siempre.