Foto: Albert Camus por Dean Loomis
Caía la noche, la luna lo perseguía.
Los días cada vez eran más solitarios y tristes. La vida en soledad le estaba llevando a delirar y empezar a sentir que todo el mundo era gris.
Poco a poco fue perdiendo la capacidad de ver colores. No sabía si era por culpa de su soledad o de la luna.
Perdió el color. Sintió que era como Buster Keaton y nada le salía bien.
Hasta ese momento
Traía la luna a cuestas y la cara larga. Llevaba en sus manos un libro que el tiempo se había comido hoja por hoja. Veía el mundo gris y le daban ganas de llorar.
Vio un resplandor.
Caminó tratando de acercarse. Era amarillo. Pero en su vida brillaba como los cocuyos en medio de un campo verde al que la noche se le tragó el color.
Lo persiguió así como había perseguido cocuyos en su infancia. Y lo encontró.
Se paró frente a la luz y vio a través de ella.
Allí reposaba una sonrisa y un lunar bajo la boca. Llevaba una camisa roja y una falda en corte A. Le sonrió.
Desde ese primer día quiso besarla, pero se contuvo.
No quería pintarla de gris. Estaba acostumbrado a que todo lo que tocara, agarrara ese color. Así que con una venia la saludó.
Ella sonrió y seseó al hablar. Recitaba versos de memoria y lo hacía suspirar cada tanto.
A partir de ese momento, empezaron a frecuentarse. A mirarse, a disfrutarse. Se vestían en látex para que ella no fuera a ponerse gris. Se devoraban a versos, se hacían música en la oscuridad.
Hicieron magia con sus cuerpos, fueron cristal, humo y tempestad.
Y ahí van, ella con su sonrisa, su lunar y su seseo al hablar, siendo el faro que guía al hombre gris en cada paso que da.