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Habían empezado la relación como afirman los cánones que no se debe entablar una relación, ya sea amorosa o de amistad: Hablando del futuro.
Es que yo quiero un hijo crespito, monito, de ojos claros, que corra por toda la casa y juegue futbol, que tenga tanta energía que al final del día yo pueda sonreír exhausta, pero feliz de tenerlo en mi vida, dijo ella después del saludo correspondiente.
Pues yo sólo quiero una casa en el campo, donde pueda respirar tranquilo y jugar con mi hijo, vivir con mi esposa, si es que te quieres casar. Eso si, lo único que exijo y estoy casi seguro, es que quiero que mi hijo tenga los ojos claros, que por mi ascendencia, es casi un hecho. Dijo él.
-Acepto- respondió ella.
Él sonrió, se llevó las manos a la cara y empezó a pensar como serían las cosas.
Empezaron a llamarse todos los días, a verse cada dos o tres, a besarse cada fin de semana cuando estaban buscando dónde vivir.
Apenas encontraron la casa apropiada, a las afueras de Primavera, donde aún quedaba mucho verde y se podía respirar aire puro; juntaron todos los ahorros de ambos y firmaron los papeles correspondientes.
Se casaron un 23 de agosto de algún año entre el dos mil quince y el dos mil veintitres, era domingo y aparte de la familia y algunos amigos, no había nadie que no conociera lo que pasara en sus vidas.
Algunos habían afirmado que era muy poco tiempo para que se casaran, pues llevaban poco más de tres meses juntos, pero siempre con una sonrisa respondían:
-Para conocernos tenemos toda la vida.
Y asi fue, con el pasar del tiempo, la vida les fue brindando uno de los matrimonios más bellos de todos, él cada noche llegaba con una carta para ella, ella le respondía con diez o veinte bolsas de sonrisas, luego lo besaba y terminaban conversando bajo la luna, al lado de un árbol, la casa si era campestre, tal y como lo soñaba él.
El tiempo se encargó de entregarles el hijo; si era monito, sí era crespito, sí tenía los ojos claros, sí jugaba futbol, sí tenía demasiada energía y sí los agotaba al máximo. Ellos sonreían con sus sonrisas, lo miraban dormir, perdían las noches sentados a su lado, corriendo tras él, jugando en la manga del patio.
A veces él la encontraba a ella, haciendo remates a un arco que le había construído a Jerónimo, el hijo, que apenas lo sentía en casa se le colgaba del cuello, esperaba a que comiera, le traía unos zapatos para patear el balón y se ponía sus guantes de arquero, luego juntos, los tres, salían al patio y entre los dos dejaban que la poca energía que les quedaba se fundiera en goles, remates al arco y voladoras del niño crespo que ondeaba su cabello con el aire.
Luego, cuando ya se hacía tarde y ella decía que era hora para Jerónimo, ambos se entraban con una sonrisa, el niño sobre el hombro de él, como si fuera el más grande campeón. Ella sonreía, ayudaba al niño a lavarse las rodillas y los brazos, le ponía la pijama y entre algún cuento que escribían los dos juntos, esperaba a que se durmiera.
Cuando llegaba el sueño, llegaba para todos juntos, el niño en su cuarto, ellos dos en su cama, ella subía su pie derecho sobre las rodillas de él y recostaba su cabello en el pecho de su hombre; su cabello castaño, rizado cubría todo el dorso de él, que esa noche durmió más profundamente que siempre, tanto que cuando despertó, ni Jerónimo, ni ella estaban en su vida, ni la casa había cambiado, era la misma pared llena de afiches de bandas de rock, ubicada en algún barrio popular de Primavera, eso sí, la nota que le habían dejado, lo obligó a salir corriendo a buscarlos en el próximo sueño.
“Sal al patio esta noche, ahi estaremos esperándote para jugar, un beso, Jero y Luisa”