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Se había puesto un labial rojo como símbolo para salir intacta de lo que sería esa noche. Llevaba una cubierta de seda con animal print, una blusa de tiritas negra, un jean gris y unos botines negros. No tenía expresión en su rostro, miraba estática por la ventana, observaba de vez en cuando al hombre que leía y la observaba, le sonreía.
Cuando llegó a la estación del tren donde debía bajarse lo invitó a que la acompañara. Le mató un ojo, le tiró un beso y con la cabeza le dijo que fuera con ella. Él, solitario y sin plan, bajó tras ella en esa estación.
La siguió a la distancia y observó sus curvas, su flaco cuerpo, su cabello largo y liso, su contonear de las caderas. No entendía por qué le gustaban esas chicas que parecía que las llevara el viento, que eran livianas como algunas penas, que eran capaces de perder su mirada en el horizonte imaginando sueños que nunca serían realidad.
La siguió y terminó en un lugar de esos que nunca visitaba, rodeado de gente sudando, luces de colores y música a todo taco.
-No sé bailar- le dijo al oído.
Ella le sonrió. Le dio un beso con su mejilla para no perder el color de sus labios, acercó su boca a la oreja y le susurró.
-Tranquilo, yo tampoco-
Le guiñó el ojo y lo tomó de las manos.
Bailaron sin saber bailar. Se deshinibieron ante la mirada atónita del recinto que los juzgaba por estar como un par de locos bailando igual todas las canciones, que los veía sonreírse sin besarse, pese a que se les notaba que se gustaban.
Poco a poco la noche se los fue tragando y les fue cansando los cuerpos, entre sudor y el fuego del deseo se recorrieron con las manos, se apretaron uno contra el otro, se sedujeron, se separaron. Ella lo tomó de la mano, lo jaló hasta llevarlo a un parque cercano.
Se sentó y con unas palmaditas a su lado, lo invitó a que se sentara con ella.
-¿Cómo te llamas?- preguntó él.
-No importa, igual no querrás saber mi nombre.- respondió ella- Más bien, préstame tus cordones.
Él se quitó los cordones, esos que nunca desamarraba y la vio cómo fue tejiendo una red que terminó siendo un collar que se midió al cuello.
-¿Cómo me veo?- le preguntó.
-Perfecta- respondió él.
Ella sonrió, sintió mariposas en el estómago. Poco a poco se fue desamarrando los cordones de sus botines, hizo otra trenza y la anudó al collar que había hecho previamente.
Le sonrió.
Volvió a acercar su boca a la oreja de él y le susurró.
-No vas a hacer nada-
Le dio el mismo beso en el cachete de antes y empezó a caminar hasta el árbol. Él, en la distancia siguió observándola, admirándole las curvas, disfrutando del contoneo de sus caderas. La vio treparse, la vio mirarlo. Admiró sus labios rojos, su piel blanca, su cabello negro, su figura flaca. La vio intacta cuando se arrojó al vacío y la cuerda que había hecho con sus cordones la agarró del cuello y no la dejó caer.
Él corrió a salvarla, puso sus hombros para que se apoyara, y ella, medio ahogada le pateó la cara.
-Te dije que no hicieras nada- le gritó.
Le tumbó dos dientes, le sangró la boca. La miró cómo, intacta y con el labial rojo aún puesto, no perdía la belleza mientras su cuerpo se ponía morado. Encendió un cigarrillo y sin saber fumar, se quedó observando y disfrutando mientras la vida se le esfumaba.