Pintura: Leonid Afremov
La ausencia y la soledad se le metían todos los días por los poros. La saludaban cuando llegaba a esa casa que no era su casa. Le sonreían frente al espejo, aunque las ojeras se le estuvieran comiendo el rostro.
Había aprendido a esquivarse en silencio mientras el cuerpo se le consumía por la inanición, porque la ausencia también le había quitado el apetito. Su paso por la ciudad que habitaba era lento, cansino, arrastraba los pies y suspiraba cada tanto. Extrañaba a su familia, a sus amigos, a su vida. Extrañaba el frío de su ciudad, el verde alrededor, los suspiros.
Habitaba la ciudad porque no vivía en ella, no sentía ninguno de sus rincones como propio, no esperaba recorrerla de un lado a otro en un bus, no disfrutaba dormirse y despertarse en un lugar desconocido. Habitaba la ciudad pero extrañaba esa que siempre había vivido, extrañaba sus flores y aceras, sus charcos en el piso.
Fue por ese desapego y porque no podía estar yendo y viniendo entre una ciudad y otra durante toda su vida, que decidió cambiar todo lo que la ponía triste.
Enumeró las cosas que más amaba de la ciudad que vivía y decidió empezar a buscarlas en esta, la ciudad que habitaba.
Pensó en graffitis, libros y cafeterías, en cruasanes, cappuccinos y parques públicos. Pensó en eso que le subía el ánimo todos los días, encontró en la lluvia lo que la unía al amor que sentía por la ciudad que vivía. Encontró en la lluvia, lo único que no tenía en la ciudad que habitaba, por ende, no tenía cómo salir a buscar todo eso que le animaba a diario.
Decidió llover.
No sabía cómo hacerlo, por eso empezó a buscar cosas que le emularan la lluvia. El primer día recortó papeles de colores, se los echó al bolsillo y los fue regando en el camino de su casa a su trabajo. Cuando volvió, ya en la noche, encontró el rastro que había dejado, sintió el color bajo sus pies, sintió una sonrisa esbozarse en su rostro.
Al día siguiente, soltó mirellas, muchas mirellas. Al volver, en algunos lugares había dejado unos grupos grandes de ellas, saltó como si fueran charcos, se cubrió con todo ese brillante, sintió como si hubiera vuelto a ser niña jugando en los charcos de agua de su ciudad.
Al tercer día salió de sombrilla a la calle. La movía de un lado a otro, cantaba como en Cantando bajo la lluvia, entre el andén y la calle, colgándose de los postes de luz.
Al cuarto compró aerosoles y pintó graffitis en su ruta diaria.
Al quinto, buscó libros para aprender a hacer cappuccinos.
Al sexto hizo cappuccinos.
Al séptimo día, caminando a casa se encontró una panadería, compró cruasanes. Probó los cruasanes, disfrutó los cruasanes, se enamoró de los cruasanes.
Al octavo día compró cappuccino en el lugar donde vendían los cruasanes.
Al noveno día empezó a leer en esa panadería.
Al décimo ya la conocían.
Al décimo primero, llovió de verdad.
Fue así como después de cambiar su rutina y de llover de mentiras, empezó a enamorarse de esa ciudad que habitaba, empezó a vivirla, a sentirla, a apersonarse de ella. Empezó a suspirarla y a dejar de extrañar a todos los que extrañaba; es más, empezó a invitarlos a que fueran a visitarla, solo para mostrarles todo lo que ella, con su insistencia, pudo lograr en esa ciudad.