Foto: Eurosport
El silencio que inundaba el estadio cuando estaba vacío fue interrumpido por un sollozo, luego por un lamento.
Quien lloraba ya lo había hecho en ese mismo césped, a veces por alegría, otras por tristeza. Quien lloraba hoy lo hacía para decir adiós.
Aunque su adiós tuvo inicio por la banca a la que lo condenaron, se hizo largo por su participación en los logros que acompañaron el dos mil catorce. Pero llegó y lo hizo de la peor forma. En la soledad de la sala de prensa, sin quien lo rodeara, sin quien lo acompañara. Aunque en la distancia, muchos lo acompañaran.
Él, el ángel que alguna vez voló en ese césped, que alcanzó a ser santo en ocasiones donde solo los santos podían lograr lo que él hizo, iba a desplegar sus alas, pero esta vez para alejarse y convertirse en santo para otros devotos.
Se paró frente a las cámaras, como lo había hecho tantas veces, pero esta vez no fue para hablar del partido que acababa de terminar, esta vez fue para decir hasta luego y no adiós, porque él sabe que no es un adiós, que volverá y que si no fue aplaudido ahora, en el futuro lo será. Porque las leyendas quedan y si se escriben en una cancha permanecen y se hacen visibles con el paso del tiempo. Y él, el ángel, hoy es más que una leyenda.
Y aunque fue santo, no fue perfecto. No fue perfecto porque muchas veces erró, desde que debutó antes de ser mayor de edad, hasta ahora que es un señor. Y pese a que erró, siempre afrontó cada uno de esos yerros con la valentía que solo los años, las cicatrices y el fútbol enseñan. Tenía coraje para enfrentar temerosos delanteros, tenía coraje para aplaudirlos cuando lograron vencerlo, tenía cordura para decir palabras exactas, tenía cordura y por eso decidió marcharse.
Y aunque intentó ser fuerte, no pudo contenerse y lloró, nadie lo aplaudió, pero conmovió al mundo entero, al mundo que valora sus logros, que sabe que tal vez es uno de los más grandes de todos los tiempos, que sabe que el ángel se va con sus alas a otro lugar porque sabe que aún no es momento para sentarse en un altar.
Íker, el nombre que muchos niños se ponen cuando van al arco, deja la casa blanca que lo acogió por veinticinco años y se va cargado de trofeos y récords. Se va con tristeza porque no debió salir así, se va entre lágrimas porque dejó su vida en ese estadio, se va porque a veces hay que dejar la casa y empezar a tejer nuevas historias. Nuevas historias que, conociéndolo, serán mágicas y cargadas de alegría.
Casillas, el apellido que se puso a la espalda, se vestirá de otros colores pero a dónde vaya seguirá siendo el ángel de Madrid, el caballero blanco que aprendió a ser caballero a goles, que se hizo ángel volando en todos los estadios de Europa, que se hizo santo alzando copas, que alzó vuelo con la promesa de que volverá.
Fue así, como de un portazo se cerró la historia de uno de los hombres leyenda que aún quedan en el fútbol. Fue así como se ganó el aplauso del universo entero. En la soledad de un pasillo que antes estaba abarrotado de gente que quería abrazarlo, caminó siguiendo la luz que iluminaba al final del túnel, en esos últimos pasos derramó más lágrimas que las que había derramado en veinticinco años. Tal vez recordando, tal vez haciéndose fuerte, tal vez pensando en que ese no va a ser su final.