Botones

botones

 

Foto: www.botonesloren.com.mx

La primera noche que a Federico le picó el bichito de la labor social decidió comprar pan, hacer chocolate y salir en medio de la noche a recorrer las calles de la ciudad para buscar a esos habitantes de ellas, que perdidos en la soledad, el frío, la drogadicción y algún otro vicio, olvidaban alimentarse o simplemente no volvían a hacerlo sino hasta pasados varios días.

Llegó a eso de las nueve de la noche, abrió el capó de su carro y destapó la olla repleta del chocolate caliente. Lentamente el olor se fue esparciendo por el lugar y así mismo los indigentes se fueron acercando, uno a uno fueron recibiendo un pedazo de pan y una taza de chocolate, uno a uno se fueron sentando en la acera, uno a uno fueron agradeciendo la labor social, uno a uno iba a dormir tranquilo.

De todos los indigentes que esa noche alimentó, hubo uno que le llamó la atención. Caminaba lento, lerdo, tenía una barba cana, tupida, le faltaban un par de dientes, se cubría las orejas con unos audífonos gigantes sin cable, llevaba una camisa azul y una chaqueta negra que parecía inflada. Pero no le llamó la atención por su particular forma de vestir, ni por cómo caminaba. Le llamó la atención que cuando le entregó el pan y el chocolate, el hombre, con una sonrisa, le entregó un par de botones.

-¿Esto qué es?- le preguntó Federico.

-El pago por tu labor- le dijo el hombre de la calle.

Ambos sonrieron, fueron cómplices, se agradecieron y dejaron todo así.

La escena se repitió a la semana siguiente y a la que la siguió, cuando Federico volvió.

Extrañado, veía como los botones inundaban los bolsillos del hombre de la calle y como cada pan y chocolate iban siendo retribuidos por un par de ellos que tranquilamente, iba a descansar en un pequeño baúl donde Federico empezó a depositarlos.

Botones por comida era la forma más desprendida que tenía el hombre para pagarle a quien lo estaba alimentando semanalmente y tal vez una enseñanza gigante para Federico, que empezó a ver su ganancia lejos del dinero.

Una de esas semanas, después de cientos de panes repartidos, de cientos de tazas de chocolate, de cientos de botones en sus bolsillos, Federico estaba en su rutina social y el hombre de los botones no apareció con su sonrisa, ni con sus audífonos, mucho menos con sus botones.

Federico preguntó a todos y cada uno de los habitantes de la calle que hoy eran como sus amigos por el hombre de los botones y estos le contaron la verdad: el hombre de los botones era ciego y coleccionaba botones creyendo que eran monedas, por eso le pagaba con botones, por eso los guardaba en los bolsillos. Esa misma ceguera que lo había llevado a perderse hacía un par de días y a no volver nunca más al puente donde vivía rodeado de todo ese grupo de personas que ahora departían con ellos.

Triste, pero queriendo encontrarlo, Federico partió esa noche y calle por calle fue a buscar al hombre de los botones. Lo encontró agachado en el parque recogiendo objetos del suelo, los palpaba firmemente, les recorría los pliegues y los que sentía aptos, los depositaba en su bolsillo.

Lentamente y en silencio Federico se acercó. El hombre de los botones lo reconoció por el olor. Sonrió.

-Me encontraste- le dijo.

-Sí, fue difícil pero acá está tu comida- respondió Federico.

-Muchas gracias- le dijo el hombre de los botones y le entregó un par a su benefactor.

Federico, que quería solucionarle la vida a este hombre de los botones, se le acercó y lo miró fijamente. Se encontró un rostro vacío, sin luz, mirando un horizonte perdido que tal vez no veía.

En ese momento, donde tal vez la repentina imaginación de Federico empezó a maquinar algo, recordó que en el carro, en ese mismo donde llevaba ollas llenas de chocolate y bolsas llenas de pan, tenía una aguja y un poco de hilo.

Le dijo al hombre de los botones que lo esperara, que ya volvería y le mostraría el mundo. El hombre de los botones esperó sentado mientras se comía su pedazo de pan y se tomaba su taza de chocolate.

Cuando Federico volvió, le pidio al hombre de los botones que cerrara los ojos. le advirtió que iba a sentir una pequeña punzada en ellos. El hombre de los botones aceptó. Y ahí estuvo sin rechistar.

Federico con paciencia empezó a coser los dos botones que el hombre le había dado, uno en cada ojo. Cuando terminó, hizo un nudo en el hilo de cada uno y le pidió al hombre que abriera los ojos.

Las lágrimas fueron el mejor reflejo de algo que estaba viviendo el hombre de los botones. Con un abrazo le agradeció a Federico la labor, sin saber que sus ojos, esos que tanto había deseado tener, siempre habían estado en sus bolsillos.