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Llegó, soltó el bolso en el primer sillón que encontró al entrar a la casa, volvió a salir, miró el verde que lo rodeaba, respiró profundo, aspiró el sabor de la naturaleza y sonrió. Ahora solo le faltaba algo. Ella.
Era su fin de semana de descanso, descanso que merecía hacía ya varios meses, pero que apenas le llegó con la tranquilidad de un día festivo. Decidió irse de la ciudad a ese lugar verde, en tierra fría, dónde aspiraba olvidarse de todo el tedio y estar tranquilo. Pero la tranquilidad no estaba ese día acompañándolo, ella tampoco había venido.
De todas formas se hizo a la idea de que fuera un fin de semana, para él, para pensar cosas nuevas, para sacar de su interior tantos demonios que traía y respirar por fin. Pero tampoco habían venido con él, el aire, ni los pulmones, que se quedaron en alguna clínica que había sido su hogar en los últimos días.
Sin embargo respiró, con dificultad, buscó el aire en el suelo, en el cielo, en el verde, en el frío. Rescató el recuerdo del olor de ella y sintió como sus pulmones le volvían poco a poco y se le llenaban, de algo, no era aire, era ella, era el recuerdo.
Las horas fueron pasando, los mensajes, las llamadas, hicieron parte del día, se decían que se extrañaban, se hablaban cada media hora, cada una hora. Los te quiero hacían parte principal de las conversaciones, se hacían falta, querían estar juntos, querían volver a verse después de mucho tiempo.
El frío lo congelaba, el aire cada vez le faltaba más, el recuerdo del olor ya no pudo llenarle, el sueño de hablar con ella se estaba haciendo cada vez peor y la asfixia empezó a inundarle.
No la volvió a llamar, no le volvió a escribir. Ella se preocupó, sabía dónde estaba, pero no sabía sí aún se encontraba allá. Tomó el primer bus que salió del terminal.
Cuando la vio en el umbral, sonrió, tosió, le dolió el pecho, la miró a los ojos, ella se acostó a su lado, había dejado sus estudios que la agobiaban y debía hacer para terminar el año, y corrió a buscarlo. Le abrazó la cabeza, lo fundió en su pecho, le dijo que lo extrañaba, que lo pensó todos los días, que sintió en sus pulmones el dolor que él sentía y que como no volvió ni a llamarla, ni a escribirle, había venido.
Esa fue la primera noche que pasaron juntos, nunca lo habían hecho. Ella le cubrió con las sábanas, se acostó a su lado, le dio el aliento con su olor, le cuidó la asfixia, le dio un beso profundo que le tocó las fibras, le acarició el cabello y lo sintió dormir en su pecho.
Él durmió tranquilo, descansó, se le quitó la asfixia, la vio dormida a su lado, con el libro sobre el pecho, con el “cafecito”, como llamaba al computador de él, al lado y la profundidad, tranquilidad y alegría que solo ella tenía, irradiando en la casa.
Se paró de la cama, fue a la cocina, le hizo el desayuno, se lo llevó. Le dio un beso para despertarla, ella sonrió y lo miró. Le dijo un Te amo profundo, recibió una nota que él le escribió y sonrió a un más.
-¡Quiero despertar así contigo para siempre!-
Lo besó, se colgó a su cuello, él tosió, esta vez, por el beso, ya no le dolía el pecho.