Ella lloraba inconsolable en el vagón número dos del tren que llevaba a Quimbaya. Abandonaba por primera vez y en solitario su ciudad natal, Primavera. Esta vez, juraba que para siempre, no podía olvidarlo, y verlo pasar frente a ella, acompañado de esa otra mujer, era algo que cada vez la lastimaba más y más.
Él, al otro lado del vagón, leía, pero por encima del libro, por encima de sus lentes de marco azul celeste, la miraba de vez en cuando y no podía dejar de pensar qué le había pasado y cuál podría ser la razón por la que lloraba.
Las ganas de entrar al baño se le vinieron encima, lentamente soltó su libro sobre la silla, ella lo miró, pero siguió llorando, aunque apuesto, tal vez ahogar en lágrimas su cuerpo era lo único que podía hacer bien en ese instante, asi que lo dejó pasar tranquilamente.
Él, se secó las manos, fue a la cocina, compró un té y acompañado de un pañuelo, le pidió a uno de los meseros que se lo llevara a la chica del vagón número dos, silla 18. Luego, volvió a sentarse en su silla y retomó el libro. A los dos minutos llegó el mesero con el encargo y ella sonrió.
Sin embargo, aún siguió llorando, le era imposible dejar de hacerlo. Él sin quitarle ni por un momento los ojos de encima, sacó un cuaderno de un bolso que hasta el momento descansaba a sus pies y empezó a hacer varias anotaciones sobre el libro que leía. Ella, que con cada sorbo que le daba al té calmaba su tristeza, empezó a dedicarle la mirada durante un rato, era atractivo, cabello negro, serio, de ojos miel tras los lentes, nariz aguileña que rompía con la ternura que podría expresar su rostro y un cuerpo tan flaco como las guamas que florecían en los árboles que se veían a lado y lado de la carrilera.
Él, tan interesante y desinteresado en ella, sonrió apenas la vio calmada, tenía una manera particular de mirar a la chica, generalmente ocurría cuando iba a cambiar de página, acompañado de un leve movimiento de su lengua sobre los labios y que terminaba mojándolos, ya que mantenían excesivamente secos. Decidió acercarse, escribió algo en la hoja para darse ánimos y se puso de pie, guardó su cuaderno y su libro en el bolso, el bolígrafo lo puso en el bolsillo de su camisa a cuadros y finalmente dio uno, dos, tres pasos, largos, como su cuerpo, estuvo ante ella, le entregó un papel que había arrancado de su cuaderno, en él había algo escrito, serio, la miró a los ojos verdes de ella y se bajó del tren. Era la estación Limón. Ella sorprendida se lo recibió y lo dejó irse, era demasiado bello, tan perfecto para olvidar a su anterior novio, leía, escribía y quería cambiarle el ánimo.
El tren arrancó, ella siguió arriba, él lentamente salió de la estación. Durante todo el trayecto, ella siguió pensando, por qué sería que aquel hombre le había entregado ese papel. Finalmente tomó la decisión. Se bajó en la siguiente estación después de Limón y tomó un tren para devolverse a la cítrica ciudad.
Allá llegó cuando ya la tarde se iba tiñendo de naranja y fucsia para terminar en azul oscuro, casi negro. De ahí en adelante, todo es historia. Aún busca al hombre que en un tren con camino a Quimbaya, le entregó un papel que decía “Sonrisa en un papel”, algunos dicen que nunca lo han visto, otros dicen que vivió allá hace unos cien años, ella asegura que lo esperará en la estación del tren hasta que vuelva a tomar alguno con camino a Primavera, o a Quimbaya, o que llegue en otro, desde algún lugar.