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Habían compartido mucho tiempo juntos, habían dormido en el mismo colchón, uno sobre el otro, después del almuerzo. Se habían sonreído en los momentos más tristes y se habían abierto el corazón como símbolo de la confianza que se tenían.
Se querían.
Cuando se vieron por última vez, se dijeron adiós con un abrazo profundo, de esos que hace que los huesos se ensanchen para que la fuerza sea mayor, de esos que llenan el alma, que erizan la piel, de esos que saben que son los últimos y que posiblemente no volverán a pasar.
No se dijeron nunca que se gustaban, que querían ser la primera sonrisa al despertar, el café caliente en la cama, el agua fría arrojada después de lavarse las manos. No se dijeron nada.
Ella partió, tal vez a Alemania, o a algún lugar de Europa del este, tras su amor, tras sus historias, tras sus sueños. Él se quedó aquí, en el caos de una ciudad pequeña que estaba próxima a estallar, pensándola, haciendo un escrol infinito en el muro de Facebook de otras, de ella, de ella y su felicidad, de ella y el hombre del que le hablaba en las noches en que entre cervezas, sonrisas y películas de “El Chivo”, se decían todo.
No volvieron a verse, ni a hablarse, ni nada más.
Hasta esa noche habían pasado más de novecientos días y por eso encontrarse donde se encontraron los llenó de sorpresas. Ella llevaba su sonrisa, sus labios gruesos, su figura delgadita tal y como él la dejó. Él seguía igual, andrajoso, cansado, insomne, con los audífonos en los oídos.
Se miraron en la distancia. Ella estaba arriba, él abajo, como generalmente dormían en la hora del almuerzo. Los separaba una larga hilera, pero lo automático de las escaleras los iba a acercar rápidamente.
Ella hablaba por teléfono, pero al ver que al otro lado estaba esa persona con la que había abierto su corazón y hasta sus tripas, pidió perdón a quien estaba al otro lado de la línea. Él sonrió, la reconoció, la canción seguía sonando a todo volumen en sus oídos, se arrancó un audífono para poderla escuchar.
Las escaleras eléctricas no se detenían, ella bajaba, él subía. Se reconocieron, se detallaron, se desearon. No supieron qué hacer, no sabían si violar la física para compartir la misma escalera, no hicieron nada. Encontraron la única forma posible para interactuar, pusieron un beso entre las manos, luego las estrecharon, sonó como un golpe, como un beso, la piel se les erizó, los sorprendió.
Fue la única vez que juntaron sus labios, que se besaron con alegría y no con la tristeza de despedirse para no volverse a ver, ella volvió al teléfono, él a los audífonos, no se volvieron a ver más.