Foto: Archivo personal / Bahía de Cispatá, Sucre, Colombia.
El mar sonaba al llegar a la orilla, teníamos los pies llenos de arena. Sobre la mesa roja se podían ver dos botellas de Kola Román que aguardaban ser tomadas. Nos mirábamos a los ojos y sonreíamos, claro que sonreíamos. La casualidad nos tenía ahí, frente a frente, luego de años de habernos perdido el rastro, con las sonrisas intactas, con la piel salada, con el fuego adentro.
Durante mucho tiempo hablamos de las playas del pacífico, de su particularidad. Sabíamos de su violencia y sus características, pero teníamos algo claro: queríamos ir allí a limpiarnos las penas. Y bastantes sí teníamos.
Viajábamos separados porque las peripecias de la vida nos habían empujado a mirar hacia adelante y encontrar lejos de casa la solución a todos los problemas. Además, dicen por ahí que si la sal no sirve para mejorar un plato, entonces que lo destruya. Y eso buscábamos.
Porque cuando todo se fue a la mierda, cuando vimos que no tenía solución, supimos que el único refugio que teníamos estaba entre la selva, con el mar al frente, respirando ese aire ácido y húmedo del Chocó.
Yo había llegado con el silencio a cuestas, con mi soledad a flor de piel. Quería deshacerme de recuerdos que me estaban atormentando. Era jueves, lo recuerdo bien. Llegué a la casa que había encontrado para alquilar y me instalé. Luego salí a recorrer la playa y a pensar, por qué qué más hace uno cuando está frente al mar. Deja que él mismo traiga y se lleve los dolores, las lágrimas y las tristezas, también las soluciones, los caminos y los resultados.
Él había vendido todo lo que conocía. Sí, odiaba el mar como odiaba la arena y el calor y el sol. Pero a veces necesitamos de contradicciones para encontrar razones, y él las encontró. Había salido con vida de una guerra llena de amor, de un paisaje inhóspito en la ciudad donde dejó todo, para al final descubrir que no había nada. Y con nada, decidió ir a instalarse en San Francisco, Acandí, vivir, sentir.
¿Que como nos encontramos? No sé. Sólo sé que así como dije que el mar traía soluciones, lo trajo a él.
En ese caminar del primer día, me lo encontré de frente, llevaba años sin verlo. Habíamos trabajado juntos y habíamos descubierto que teníamos muchas cosas en común. Pero los compromisos personales nos impidieron profundizar en muchos aspectos de nuestra relación.
Traía unos pescados en la mano, lo rodeaban un montón de niños. No era el mismo que yo conocía, pero lo conocía.
Apenas me vio, corrió como un niño. Traía la felicidad en el rostro y a flor de piel, dispuesta a salírsele toda por la boca.
Yo no pude ocultar tampoco mi sorpresa, a veces soñamos juntos con llegar al mar y esta vez el mismo mar era el que nos juntaba.
Esa noche hablamos hasta entrada la madrugada, a la luz de las velas, escuchando la selva.
Por eso hoy estamos aquí. Con los pies enterrados, con el mar sonando, con la Kola Román esperando. Porque mi paseo que iba a ser de cuatro días, se extendió. Porque la sal del mar sasonó algo que no esperaba cocinar. Porque posiblemente, con el vaivén de las olas, dejaré que fluya lo que tenemos adentro.
Llegó el pescado, pedí lenguado. Ojalá esté bueno. Creo que no voy a volver nunca más.