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La vio pasar frente a él, con sus más grandes riquezas ceñidas a ella, los rubíes que formaban sus labios eran deseo de muchos, tanto como la perla que había forjado su piel. Esa noche, mientras la sal del mar se comía la madera del muelle y se le pegaba a la piel como sanguijuela, él, quedó aturdido. Se le acercó.
-¿A dónde vas tan brillante, tan perfecta?- le preguntó.
-En las noches, cuando no puedo dormir, me siento en la punta del muelle, me tranquiliza, me para el corazón, me hace revivir- respondió ella.
-¿El corazón? ¿Revivir? ¿Has muerto?- volvió a preguntar él.
-Vengo muriendo hace dieciocho años, pero aún no puede darse, el mar, el viento, la sal, la muerte, me aferran tanto a esta vida, que no sé cuándo me pueda ir- Afirmó ella.
-¿Puedo acompañarte?- insistió él.
-No creo que seas capaz, mi corazón es tan grande como mi pecho, que algún día puede estallar- se sinceró ella.
-Yo quiero estar presente cuando eso ocurra, o simplemente hacerlo estallar de amor cada noche frente al mar- le dijo él.
Ella sonrió, bajo sus labios de rubí, sus dientes, tan brillantes como diamantes susurraron algo. La sal ya no se les pegó en la piel.
Caminaron toda la noche, se sentaron en la punta del muelle. Ella suspiraba, él hablaba y hablaba y hablaba. Nada podía callarlo.
Cada noche repitieron el ritual, él la esperaba en la playa, ella salía a caminar. Ambos repetían uno a uno los pasos, se miraban frente a frente, se sentaban en el muelle, se querían despertar. Soñaban.
Con la decimooctava noche llegaron los nervios, las mariposas revoloteando sin parar. El corazón de ella, ese gigante de carne que se envolvía de perlas, palpitaba, estaba por reventar. Él, de oído agudo, de sonrisa precisa, la miró.
-Lo escucho, está por estallar- le dijo.
-No, sólo sos vos- respondió ella.
-¿Cómo yo?- preguntó él.
-Sí, simplemente está experimentando cosas que nunca antes había podido despertar, simplemente está esperando que te acerques a mi boca, que me aspires sin parar, simplemente está esperando ese momento en que entre tus brazos mi cuerpo, se entregue, pueda estallar.
Él, ruborizado, contó los pasos desde la punta del muelle, escuchó con su agudo oído cada uno de los trescientos treinta y cuatro crujidos que hicieron las tablas por las que caminaron, apenas sintió el viento en su cara con más fuerza, sintió la punta, el final. Le besó los labios, se arrojó al mar, le paró el corazón a ella, le dejó de palpitar. Ella suspiró tranquila, ya nada le hacía mal. Se sumergió con él en el agua, no lo quiso abandonar, se fueron todos sus miedos, sus sueños, su libertad.