Foto: Paul Almasy
Capacidad humana casi extinta de convivir consigo mismo, con sus demonios y sus silencios, sin la necesidad de otro ser que acompañe. Esta misma es sinónimo de paz para quien lo consigue y antónimo de la misma para los más mortificados con su conciencia.
Él no sabía donde estaba, si en el lado de la paz o la mortificación.
Se sentía bien solo pero odiaba estarlo. Amaba la sala de cine sin compañía, sin quien le hablara; odiaba sentarse en el restaurante y que le preguntaran si aún esperaba a alguien casi tanto como lo amaba y lo disfrutaba. Porque sí, entre los placeres de la soledad, está la soledad misma y, sobre todo, lo que le produce a esos que no pueden hacer nada sin gozar de compañía.
Pidió un cruasán como entrada, una limonada para pasarlo. Sacó su libreta y empezó a escribir.
El mesero lo miraba en la distancia, le seguía los movimientos y se preguntaba por qué lo disfrutaba. Él sonreía, parecía acordarse de algo, lo escribía y volvía a su letargo. La mirada se le perdía en los pensamientos, escuchaba todo, hasta el silencio. Porque esas licencias las da la soledad: permite que agudices los sentidos y sientas, sientas como algunos no se atreven a sentir.
Pidió algo de comer cuando le dio hambre. Era andrajosa su forma de vestir, o al menos eso pensaba, porque cada que alguien entraba al restaurante se quedaba mirándolo fijamente. Porque sí, socialmente es incomprensible que alguien sea capaz de disfrutar esos momentos en los que no hay nadie al frente, momentos en los que tal vez esté todo el mundo, donde afloran los sueños y hasta los fracasos.
Comió y escribió otro tanto. Disfrutó cada bocado, saboreó, no habló con nadie. Su celular, siempre en silencio, descansaba en un cajón que pidió a la entrada para no ser interrumpido. Pensaba y pensaba. Tal vez en el amor o en la distancia, en el futuro o en el presente. Pensó como nunca había pensado, porque la soledad da licencia para pensar en todo y en nada; para sentir la mente en blanco y disfrutarlo, no hay compromisos sociales, ni que rendirle cuentas a un interlocutor sediento de respuestas. Uno mismo es la respuesta.
Y la respuesta llegó. Se sentó frente a él, dos mesas más adelante.
El mesero la miró y quedó encantado. Él también. Soltó el lápiz sobre su libreta y pidió dos limonadas: una para ella y otra para él. No se acercó, pero para el mesero fue la primera forma de dirigirle la palabra.
-¿Está esperando a alguien? – le preguntó.
-No, tráigame una limonada, por favor- respondió ella, colorada por aceptar su soledad.
-Aquí está, se la envía el señor- el mesero hizo una reverencia y se retiró.
Ella se sonrojó, buscaba disfrutar de la soledad de un libro o una libreta y se vio acompañada; sola, pero acompañada. Porque así son quienes disfrutan la soledad. Son capaces de identificarse en la distancia y acompañarse sin acercarse.
Se sonrieron y se disfrutaron. Se hicieron caras, morisquetas, movimientos de ojos, hasta besos en el aire. Se dibujaron en sus libretas, se hicieron palabras. Pensaron y se despidieron.
Él se paró, pagó su cuenta, incluso la limonada que ella se había tomado, pidió el cajón donde guardó su celular y salió con su chompa negra a seguir caminando y pensando. Ella se quedó ahí leyendo, escribiendo, disfrutando. Esperó a que el siguiente solitario llegara para seguir con la cortesía que nadie sabía por qué, pero quienes disfrutan de la soledad tenían para otros solitarios.
Fue así como nació un bucle, en un mismo restaurante de alguna ciudad, donde de ahí en adelante, todos los solitarios empezaron a darse cita y por medio de un código se empezaron a identificar, un lugar al que después de un tiempo, empezaron a llamarlo, en código, la soledad.