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Nací con Pedro, mucho antes de que Pedro sabía que se llamaba Pedro y mucho antes de que Pedro pudiera abrir los ojos.
Recibí el alimento de Pedro durante mucho tiempo, primero por un cordón que tal vez puede ser un pitillo y luego por un pitillo que puede ser llamado faringe o laringe, o no sé, sé que siempre están encima mío y de ellos recibo todo eso que se supone debe servir para algo.
A los cuatro años de Pedro tuve algo adentro, que unos llaman bacterias y nosotros llamamos invasores, que me hizo impedir el ingreso de comida. Fue una batalla caótica, casi pierdo, pero luego de tres días, evacuando jugos y ácidos, pude lograr su retirada. Todo volvió a la normalidad, las lágrimas del pequeño Pedro se secaron, el llanto no volvió.
De los siete a los doce años de Pedro, recibí todo tipo de comidas, desde las más amorosas hechas por la madre de Pedro, hasta gomas, confites y demás chucherías que a veces me hacían hincharme hasta reventar y otras simplemente, expulsar todo tal y como entraba, sin esforzarme por digerirlo de la mejor manera.
Cuando Pedro cumplió diecisiete empecé a sentir que algo me ardía adentro, a él también le ardió, no sabíamos qué era, tal vez un invasor, tal vez algo menos peligroso.
Estuvo dentro de mi durante una semana, me daba muchos dolores, y conservaba la misma acidez; Pedro se retorcía en el sofá. Su madre, sin poder tolerar el dolor de su hijo, decidió llevarlo al médico.
El doctor, ese en el que siempre depositaron su confianza, diagnosticó una gastritis y le envió leche de magnesia como medicina.
La leche de magnesia de nada sirvió, la agriera me seguía comiendo a diario, el dolor estaba, literalmente matando a Pedro. La familia veía como su dolor no cesaba, el cuerpo del pobre de Pedro se iba demacrando cada vez más y más. Yo no paraba de sonar, de moverme de pelear, quería seguir peleando, pero cada vez era más difícil continuar.
Volvimos al médico, con el mismo dolor, la misma agriera, el mismo ardor. El médico envió unos exámenes y nuevamente, como la primera vez, recetó leche de magnesia. Con mi dolor, que era el mismo de Pedro, nos fuimos para la casa, había que ir a esperar si los exámenes se podían realizar.
Puteadas se escuchaban todos los días, la empresa de salud al pobre de Pedro no quería atender, seguían creyendo que era una simple gastritis lo que le estaba pasando y yo, aferrado a él, nada podía hacer.
Seguí luchando hasta el día en que se recibió la llamada tres meses después. Los exámenes iban a hacerse en la mañana de un 14 de Mayo, tal vez esperando que el dolor pudiera desaparecer.
Pedro se bañó, no me alimentó. Intentó no vomitar, como lo venía haciendo a diario durante los últimos dos meses. Sus ojos se llenaban de lágrimas, era incontrolable el dolor. Llegamos donde el nuevo doctor.
Un tubo, casi como el que al principio de la vida de Pedro lo alimentó, llegó a mi interior, hizo una succión. Vuelva en una semana le dijeron al pobre de Pedro, quien resignado, esperó.
Tiré la toalla dos días después de conocer los resultados del examen, ya no pude luchar más. Lo que tenía adentro era un invasor que en otras partes del cuerpo han llamado tumor, que apareció como cáncer en lo que el examen registró Me llevé conmigo la alegría de Pedro, me llevé conmigo todo su dolor, aún seguimos juntos, como el primer día, aunque ni la vida, ni la salud, ni el sistema a él le sonrieron, tal vez el médico, ese de confianza, cometió un error.