Se habían conocido por casualidad en la tribuna de un estadio. Se miraron fijamente en un gol, se sonrieron, se abrazaron y les gustó tanto ese abrazo que decidieron repetirlo para siempre, tristemente, ella no vivía en la ciudad donde estaban y debía volver esa misma noche, con el frío a sus espaldas a su hogar.
Esa tarde el equipo por el que hinchaban ganó seis a cero, por lo que fueron seis abrazos los que los unieron e hicieron que encontraran una simétrica forma de acoplarse en el cuerpo del otro; lo que los llevó a celebrar después del pitazo final sobre la misma cama.
Se recorrieron con los dedos y suspiraron en silencio, se sumergieron en pasiones más profundas que el deporte, se unieron los lunares y depositaron en sus cuerpos todo el placer que les produjo el día.
Gritaron más por los orgasmos que por los goles, se quitaron la voz y la ropa salvajemente, como si no fueran a volverse a ver.
Se despidieron.
A partir de ese día empezaron a extrañarse. Se escribían, se llamaban, se dejaban notas de voz, fotos y mensajes. Se querían volver a ver, volver a sentir.
Cada tanto se veían por videollamada y se decían todo lo que querían repetir, aparte de los abrazos de gol y de los partidos juntos, querían sellar a orgasmos lo que esa noche prometieron en silencio.
Empezaron a ser indispensables en el día del otro, no podían concebir la vida sin verse al menos cinco minutos. Las manos empezaron a dolerles porque extrañar duele más en las manos de tanto escribir en la distancia. Los labios empezaron a secárseles por la ausencia de un beso que los silenciara en algún momento.
El pecho empezó a marchitarse pese a que el amor estaba florecido, el dolor en el corazón los hizo cambiar la situación.
Llegó con el silencio del pasillo a su espalda.
-¿Estás bien?- preguntó.
Él, sin saber qué decir, sonrió, la abrazó, la besó, no la volvió a extrañar, no le volvió a doler.