Foto: DW
Cuando llegamos, la gente nos miró a los ojos y sintió el escándalo. Las crestas en el aire, las chaquetas cubiertas de taches, los pantalones rotos, las botas platineras. Todo en conjunto retaba el momento.
Al fondo, el cajón azul contenía el cuerpo de Luis Eduardo Yepes, quien alguna vez fundó un almacén y este se regó por la ciudad y el país.
Éramos punkeros y nuestra actitud con la botella de vino barato en la mano, comprada en los almacenes LEY, nos daba toda la autoridad para avanzar hacia el féretro. Nos sentíamos como de la familia. La bolsa nos permitía ser parte de ella.
Avanzamos hacia el féretro ante la estupefacción de todos. Nos paramos frente al cuerpo, lo miramos. El bigote, las ojeras, las orejas. Le eché un chorro de vino.
-Descanse, cucho- le dije.
La esposa del muerto entró en la sala con un vaso lleno de consomé con menudencias. Apenas nos vio, sintió el horror. Fue como ver monstruos mirando de frente a su esposo.
Escuchamos el murmullo de todos y dejamos el muerto. No éramos bienvenidos, pero aún así ignoramos esa actitud y nos fuimos a sentar en uno de los muebles grises.
Estuvimos media hora hasta que llegó la policía. Conversamos de música, de amores y licores. Nos besamos como en el porno, nos recorrimos con las manos ante la sorpresa de todos.
De verde entraron por la puerta, con bolillos en el aire y la orden de la esposa. A mí me cogieron entre cuatro, a Fanny la cargó uno solo. A rastras nos sacaron como nos sacaban todos los fines de semana de las salas de velación donde nos hacíamos visita por no poder estar juntos.
Cuando ya estuvimos afuera, miré a los policías uno a uno. Todos se veían aterrados por nosotros. Me quedé mirando fíjamente a uno, me le acerqué, él sacó su bolillo prevenido ante el ataque.
– Chimbas de botas, se las cambio por las mías- fue lo único que le dije antes de irme.