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-Hola, ¿Cómo estás?- le dije.
Luego de seis minutos y doce segundos frente a frente, con los ojos cruzando esas miradas que antes nos enamoraban y hoy, al menos de su parte, reflejaban un odio hacia mí, el silencio se me acercó, me besó los labios, sonrió.
Sentí como mi cabeza se fue tensando, algo en ella la hizo sentir un corrientazo que tal vez no podría describir, se llenó de recuerdos.
Besos, abrazos, caricias, sonrisas, saludos, despedidas, idas, venidas, llegadas, partidas. Todo pasaba en fotografías de momentos que se atesoraban en el corazón, se sintió otro crujir.
-¿No querés hablar?- insistí.
Doce minutos iban, el silencio se volvió a acercar, me abrazó, me besó el cachete, me volvió a tensar.
Las lágrimas en mi rostro empezaron a juagar lo que era una sonrisa muy bien pintada, muy acostumbrada a ella. Esa sonrisa que solamente ella era capaz de dibujar. Corría entre rosas y blancos, se mezcló con mi saliva y la sal, esa que antes disfrutaba, hoy me llenó de amargura.
-Está bien, todo queda claro- le dije, intentando tomarla de los brazos, se alejó.
El silencio me buscó los dedos, los subió a su boca, los besó.
El frío que recorrió mi cuerpo al sentirle los labios sumergió la vida en un letargo de muerte que no alcanzó a morir del todo, me despertó, la sentí a mi lado, quise abrazarla. Todo se calmó.
-¿Sigues dispuesta?- alcancé a balbucearle antes de despertar.
El silencio, ese que me había besado durante todo el sueño y ahora me despertaba, la desapareció. Ella no volvió, su voz no la volví a escuchar, el silencio tampoco. La calma se aturdió.