Posiblemente fue el desespero lo que lo tenía ahí, en el vacío, con las manos al frente a punto de encontrarse con la nada que representaban cuarenta metros de caída libre.
Tecleaba a la velocidad de la luz, con la velocidad que algunos científicos atribuían a una mutación de los dedos pulgares que en el futuro podía detonar en seres humanos sin movilidad en el resto de los dedos.
Tecleaba su último mensaje.
El celular era de última generación, alta gama, con pantalla gorilla glass que soportaba todo tipo de golpes y caídas. Sobre él pasaba el metro a toda velocidad.
Estaba en un punto intermedio entre el lugar en el que se compra un tiquete y la plataforma donde se aborda el tren. Ahí, a la vista de todos, con el silencio y los audífonos entrando perfectamente en la cavidad de sus orejas.
El desespero le había llegado gracias al odio que le representaba la espera; y la espera había llegado cuando había decidido aceptar la invitación que al otro lado de una olvidada línea telefónica le habían hecho. En este momento admitía que odiaba los teléfonos antiguos, aparatosos, inalámbricos y con teclas duras.
El viento le rozaba los ojos y los hizo arder. Él quería atribuirle las lágrimas que hacían bungee jumping cuando llegaban al abismo de su mentón para dejarse caer en la profundidad del asfalto bajo ese puente, pero era ella y que incumpliera la cita lo que en realidad lo hacían llorar.
Sin temor seguía tecleando, seguro de que cada palabra en ese mensaje iba a dejar constancia de que estuvo ahí y para ella ya no estaría más.
Se acercaba al punto final, de ella, de su espera, cuando la velocidad que tanto le alababan, lo traicionó y en un momento, mal movimiento, hizo que el celular se fuera al vacío y él, en ese afán de sentirse salvavidas y superhéroe de nada, trató de agarrarlo en el aire y solo pudo agarrar eso: aire. Pero no solo eso, como odiaba a los otros teléfonos y amaba este, la velocidad de reacción y ese impulso lo empujaron a que su cuerpo se balanceara por encima de la barrera de concreto y sus manos empezaran a agarrar el vacío de la muerte, mientras sus ojos contemplaban cómo la pantalla gorilla glass no sufría ni un rasguño al encontrarse con el pavimento.
Nota: Este cuento se escribió mientras sonaba esta canción.