Guardé el pañuelo después de haberme sonado la nariz, tomé el libro entre mis manos, las puertas del metro se abrieron. Entré y la vi.
Tenía el cabello rojo, ensortijado, le caía hasta la mitad de la espalda, llevaba una blusa a rayas que le colgaba en sus flacos hombros, sus senos se marcaban como pequeñas montañas entre las líneas delgaditas. Era muy flaca. A su espalda llevaba un morral azul y de su brazo derecho colgaba una lonchera del álbum Yellow Submarine de The Beatles.
Ella se giró, quedó de frente a mi. Sus ojos verdes se cruzaron con los míos. Me sonrió. Yo, con cortesía le devolví la sonrisa.
Abrí mi libro sin perderla de vista; por el filo de las hojas la miraba cuando pasaba de una a otra. Ella, pícara, distante, perdida, cada que mis ojos la encontraban detallándome, sonreía y se giraba. Yo sonreía también.
La música martillaba mis oídos, sus sonrisas iluminaban mi noche, las historias en el libro maquillaban mi imaginación. Ella se llenó de determinación y después de tantas sonrisas y cinco estaciones del tren, decidió venir hacia mi.
Yo, recostado en una esquina de la puerta, con mis pies cruzados, el libro en las manos, las gafas bien puestas, la cresta hacia un lado, la seguí cuidadosamente.
-Hola- me dijo.
Tímido, sonreí.
-Mucho gusto, Ana- volvió a decir.
-JuanSe- le dije- el gusto es mío.
Ella volvió a sonreír. Se me acercó aún más.
-Mira, lo único que quiero decirte, es que no he parado de mirarte- agregó.
-Si, yo tampoco he parado de hacerlo- continué con la conversación.
-La verdad, no quiero que lo tomes a mal, pero es que no sabía cómo acercarme a vos y decirte lo que siento- insistió.
-¿Lo que sientes? ¿Qué sientes?- pregunté seducido.
-En realidad, lo que siento, es cierto grado de escozor, con algo que te está pasando y ya no aguanto más- me dijo.
En ese mismo instante, ella levantó la mano derecha y con sus pequeñas manos, mucho más asco, me retiró un pedazo de papel que tenía en la fosa nasal izquierda, que había quedado ahí desde el momento en que me había sonado la nariz antes de subirme al tren.
Me sonrojé, no lo podía creer.
-Bueno, acá me quedo- dijo ella.
-Gracias- le dije.
Me entregó un papel, en él estaba su teléfono, su nombre, una muñequita peliroja con sortijas en la cabeza. La vergüenza no me deja llamarla.